Autor: Ander Audikana

Las formas de vida contemporáneas se enfrentan a un proceso de aceleración generalizado. Un cambio de naturaleza cuantitativo ligado a la posibilidad de multiplicar las actividades, los intercambios y las experiencias en un tiempo cada vez más limitado, ha conducido a una transformación cualitativa de las formas de vida. Estas transformaciones se han traducido en una diversificación y un aumento del número de motivos de desplazamiento así como en la emergencia del paradigma de la ciudad fluida. Frente a ello, los movimientos a favor de la desaceleración de las formas de vida insisten sobre otras cualidades espaciales que van más allá de las perspectivas enfocadas sobre la velocidad de circulación y la fluidez.

El modelo de ciudad fluida ha inspirado las políticas urbanas de la modernidad. El espacio urbano de la ciudad medieval, considerado tradicionalmente como un espacio de intercambio y de encuentro protegido del exterior, ha conocido una profunda transformación. La ciudad moderna se ha caracterizado por una mayor permeabilidad en relación a los diferentes flujos de circulación y una aceleración de los ritmos urbanos. Esto ha conllevado un doble proceso de motorización y de dispersión. Una parte muy importante del espacio urbano ha sido destinado a facilitar la circulación entre los diferentes espacios de la ciudad. Bajo el paradigma de la fluidez, la lucha contra la congestión aparece como una prioridad mayor. Diferentes medidas de ingeniería de tráfico e inversiones en materia de infraestructuras de transporte han sido promovidas con el fin de maximizar el potencial de movilidad de las ciudades.

Sin embargo, el modelo de ciudad fluida parece haber alcanzado sus límites. Diferentes instrumentos de políticas públicas han sido así concebidos e implementados en los últimos años: limitaciones de circulación para los vehículos motorizados, limitaciones de la velocidad de circulación, acondicionamientos urbanos para la creación de zonas de 30 o 20 km/h, intervenciones en materia de explotación de redes de transporte, medidas explotación incorporadas en los vehículos, medidas coercitivas y campañas de educación. Estas intervenciones tienden a promover otros usos del espacio urbano y dan la prioridad a los desplazamientos en bicicleta y a pie.

En este contexto, la desaceleración así como las formas de vida y los modelos de interacción asociados son parte de la agenda de las autoridades públicas. Las nociones de proximidad, de lentitud, de encuentro y de espacio público emergen como características esenciales de este nuevo modelo urbano. El espacio urbano no es considerado desde una perspectiva funcionalista de la circulación, sino como un perímetro que es preciso valorizar y cuya calidad tiene que ser cuidadosamente considerada. Esta transformación permite en cierta medida democratizar el espacio urbano en relación a los grupos que han sufrido tradicionalmente los efectos de la velocidad y la motorización (personas ancianas, población infantil, discapacitados, mujeres).

Sin embargo, el modelo de ciudad lenta hace frente a un doble desafío. Por una parte, la desaceleración puede estar asociada a un proceso de mercantilización del espacio urbano. Durante las últimas décadas, las actividades de ocio y de consumo de masas han ocupado una posición preponderante en las ciudades y esto ha conllevado en algunos casos la creación de espacios de desaceleración. Pese a que el argumento movilizado insiste en la idea de una revalorización de los espacios urbanos por parte de los habitantes locales, es preciso considerar estos procesos de forma más general en relación a los proyectos urbanos de comercialización y consumo de masas. La peatonalización es un ejemplo claro de hibridación entre una apropiación del espacio urbano por parte de los habitantes y la lógica comercial de numerosos proyectos de renovación urbana. Las zonas peatonales habían sido originalmente concebidas como una forma de promover el comercio local frente a las grandes superficies periféricas. Sin embargo, la peatonalización conlleva frecuentemente la creación de grandes centros comerciales y los correspondientes servicios destinados a los usuarios de este tipo de espacio. Todo ello puede conllevar procesos de revalorización urbanística y gentrificación.

Por otra parte, la ciudad lenta parece concentrarse en algunos espacios centrales mientras que otros espacios urbanos siguen inmersos en una la lógica de circulación y la búsqueda de fluidificación. Como consecuencia, se corre el riesgo de generar una ciudad a dos velocidades: espacios con velocidad limitada y grandes cualidades urbanas orientados a una lógica comercial y espacios periféricos que conocen un incremento del tráfico motorizado, donde los desplazamientos a pie y en bicicleta así como la calidad de los equipamientos son más limitados.

Por todo ello, el debate público y ético sobre el futuro de nuestras ciudades y las formas de vida que en ellas se desarrollan no se limita a un dilema entre aceleración o desaceleración. La pregunta esencial que cabe plantear es en qué medida los beneficios e impactos negativos asociados a cada una de estas dinámicas son distribuidos dentro de nuestras sociedades. Los espacios de la ciudad lenta corren el riesgo de convertirse en oasis de desaceleración y de confort que permiten mantener y deslocalizar en otros espacios una lógica de aceleración que sigue siendo hegemónica. Ello supondría que algunos grupos sociales se encuentran en una posición más privilegiada para disfrutar de los beneficios ligados a los espacios de desaceleración. Desde este punto de vista, la desaceleración y la lentitud lejos de ser factores de resistencia y transformación social se convierten en instrumentos selectivos que garantizan la viabilidad de los procesos sociales imperantes y corren el riesgo de intensificar las dinámicas de diferenciación y exclusión.