La filosofía de Ortiz-Osés

Luis Garagalza

(Universidad del País Vasco)

Conocí a Andrés Ortiz-Osés al comienzo de la transición democrática, cuando impartía clases de metafísica y hermenéutica cultural en la Universidad de Deusto. Era un joven profesor inquieto y brillante, agudo y creativo, que proyectaba energía filosófica y personal. Recuerdo bien su interpretación simbólica de las categorías abstractas, su viveza lingüística y su apertura existencial. Era nervioso pero contenido, aunque a veces se desbordaba, daba las clases de pie junto a la pizarra o paseando levemente, aunque de vez en cuando se sentaba para aquilatar los conceptos.

Creo que lo más importante de su enseñanza era el hacernos transitar de un objetivismo dogmático a un simbolismo humano. Esto significaba para muchos de nosotros pasar de una cultura metafísica a una cultura antropológica, así como de un positivismo reduccionista a una hermenéutica cromática. Sin embargo, fue la dialéctica entre el matriarcal-naturalismo (vasco) y el patriarcal-racionalismo (indoeuropeo), mediados por lo que él denominaba el fratriarcal-personalismo (Hermes y el cristianismo),  lo que nos abrió la mente a nuevas perspectivas tras las huellas de Bachofen y Jung, el Círculo Eranos y E. Cassirer, Nietzsche y Heidegger, sin olvidar a Laotsé y Heráclito, Sócrates y Nicolás de Cusa, Ortega y Amor Ruibal.

He hablado de dialéctica y tengo que corregirme, ya que Ortiz-Osés no habla de dialéctica sino de dualéctica. La dialéctica clásica trata de superar las contradicciones de la existencia abstractamente, en una razón-verdad que sobrevuela lo real, mientras que la dualéctica (ortiz-osesiana) trata de coimplicar los contrarios manteniéndolos en su relacionalidad y ambivalencia mutua, en su correlatividad y complicidad, no para  superarlos por arriba (Hegel) ni por abajo (Marx), sino para “supurarlos”, como dice nuestro autor, en un sentido trasversal de mediación simbólica de esos contrarios en su complementariedad correlativizadora, buscando la disolución de su extremismo en un interlenguaje disolutor (dialógico,democrático, relacionista).

La razón y la verdad clásicas son “puras, puristas o puritanas”, mientras que el sentido que Ortiz-Osés preconiza es impuro. Según Ortiz-Osés, la impureza del sentido se debe a su carácter de “trascendencia inmanente”, ya que el auténtico sentido es una trascendencia que articula una inmanencia, una sobrerrealidad que cobija un abismo, una sutura que sutura una fisura. La clave ortiz-osesiana es que esa sutura es simbólica (nada más), mientras que la fisura es real (nada menos). El sentido se define como “sutura simbólica de la fisura real”, por lo cual el sentido (incluido paradigmáticamente el sentido de la vida) es coimplicación de contrarios, impura dualéctica de opuestos, ambivalencia radical, cajón de sastre de todas las cosas (cajón desastre, lo llama nuestro autor).[1]

El sentido, todo sentido, incluido el sentido de la existencia, es la reunión (logos) de lo disperso (mythos), el matrimonio de lo simbólico o surreal y de lo real o experiencial, el diálogo radical de Apolo y Dioniso. Juzgo que aquí está la clave de la filosofía hermenéutica de O. Osés, en esta revisión del sentido como proyección simbólica y retranca real, como apertura ideal y contrapunto real, como cultura o cultivo de una  naturaleza cruda, como trascendencia e inmanencia, sutura y fisura. Estoy escribiendo esta presentación en contacto con nuestro homenajeado, por eso aparecen los propios términos explícitos de su filosofía simbólica, la cual se basaría en la “mediación” (no hegeliana o abstracta, no reductiva o marxiana, sino simbólica, axiológica o aferencial) entre la apertura humana y el cierre mundano, entre la forma clásica que dice libertad y la materia clásica que dice lo destinal.

Yo pienso que toda esta problemática teórica del sentido como coimplicación de contrarios u opuestos remite sin duda a “la experiencia antropológica subyacente” (como la denomina en su obra Comunicación y experiencia interhumana) y, por tanto, a su experiencia en el mundo, en un contexto en el que la teoría refleja la práctica y viceversa, la práctica refleja la teoría. El propio autor delinea en sus memorias y autobiografía su encontronazo con los contrarios en toda su crudeza o crueldad, al tiempo que plantea ante semejante zozobra la cuestión de la identidad personal y colectiva como agarradero existencial en crisis.

El interés de la filosofía ortiz-osesiana está en haber planteado la cuestión candente de la identidad personal y humana no de un modo fundamentalista sino hermenéutico y abierto. Como adujera Feuerbach, que según J. Manzana inspira a nuestro autor, el hombre es masculino o femenino y, en consecuencia, está en correlación radicada con la otredad femenina o masculina respectivamente. La única corrección de Ortiz-Osés al respecto estaría en afirmar junguianamente que la dualéctica de los contrarios está no sólo fuera, sino también dentro de nosotros mismos. Pero en ambos casos se trata de una identidad herida, una identidad diferida, que nuestro filósofo denomina “didentidad”.

El sentido de nuestra identidad es pues el sentido de alguien/algo concebido relacionalmente, de una esencia que se hace existencialmente, del ser en devenir. El arquetipo de una tal “didentidad” es el amor, cuya identidad está en afirmarse en otredad.

Desde que conocí a Andrés Ortiz-Osés han pasado muchos años, en los cuales nuestro hermeneuta ha proseguido contra viento y marea, así como contra la apatía y la mediocridad ambiente, su decurso existencial y su discurso filosófico. Así ha podido desarrollar en sus obras las líneas maestras que nos trazó en aquel tiempo originario (in illo tempore), aunque sorprendiéndonos posteriormente con la inteligencia fina de su Aforística, la vertiente más rica, intrigante y novedosa de su producción madura. Por otra parte, los que hemos seguido a su lado, hemos podido contactar a su través no sólo con personas y sistemas ya muertos, sino también con filosofías y filósofos bien vivos, muchos de los cuales comparecen en este mismo volumen.

El inquieto Ortiz-Osés que conocí de profesor universitario se ha aquietado un tanto, pero sin perder su apertura y creatividad, asumiendo convenientemente la decadencia propia y sobre todo la ajena al jubilarse en tiempos de crisis. Ha seguido siendo independiente y libre, amoroso y humoroso, domo diría él mismo, atravesando una senda a menudo solitaria, tanto por propia vocación como por incapacidad ajena. El filósofo vasco-aragonés deja tras de sí un reguero de libros, algunos un tanto herméticos que demandan una hermenéutica adecuada a su nivel de concentración.

Mientras tanto nosotros preparamos un Homenaje al autor de una prodigiosa obra hermenéutica: es la obra bella y abigarrada del fundador de la hermenéutica simbólica del sentido en el ámbito hispano, abierta empero tanto hacia adentro (el alma y lo anímico) como hacia fuera (el mundo entero).

[1] Puede consultarse al respecto P. Lanceros, en: H.G.Gadamer y otros, Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao 2006, 5ª edición, voz “Sentido”

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