Uno de los principios empresariales de Google sentencia que «(Ser) Rápido es mejor que (ser) lento». Perseverar en este criterio durante años le lleva a esta gran corporación tecnológica a considerar la velocidad como la gran característica determinante, el parámetro fundamental desde el cual valorar toda innovación o mejora.

Es innegable que la inmediatez, la instantaneidad o la rapidez es una categoría definitoria de las nuevas tecnologías. Ello ha venido a contribuir de manera exponencial a reforzar una tendencia cultural moderna a la aceleración, al culto a la velocidad de nuestras sociedades contemporáneas.

También son incuestionables los beneficios y ventajas que esta celeridad, potenciada por las TIC, genera en diversos ámbitos de nuestras vidas. Sin embargo, como socialmente participamos de una (errónea) concepción neutral de la tecnología, no subrayamos de la misma manera los efectos negativos de esta tendencia, por ejemplo:

  • Estamos sometidos a un dinamismo estímulo-respuesta que dificulta la reflexión y, en última instancia, limita la libertad humana
  • Participamos de un sistema de producción y consumo de «usar y tirar», claramente insostenible en términos medioambientales
  • Rechazamos posponer el cumplimiento de nuestros deseos y aspiraciones, no sabemos esperar
  • Llevamos unos ritmos de vida (profesional, pero también personal) estresantes, muy poco saludables, cuando no expresamente nocivos
  • Incluso nuestro tiempo y actividades de ocio están contaminados por esta tendencia, deteriorando seriamente su sentido.

Tomando conciencia de la existencia de esta tendencia en el seno del capitalismo ha surgido una ideología política «aceleracionista», un tipo de catastrofismo emancipador que propugna precisamente acelerar conscientemente estos procesos tecnológicos que nuestro sistema social crea -pero no puede controlar totalmente- y que lo llevan hasta el límite de sus contradicciones, dando pie a una nueva realidad poscapitalista.

La constatación de todo esto, de este carácter determinante de la realidad que tiene hoy en día la instantaneidad, ha llevado a crear y utilizar –como hace por ejemplo el papa Francisco en su encíclica Laudato si’ n. 18– el neologismo «rapidación» como concepto para caracterizar crítica y negativamente nuestra realidad actual, marcada por una aceleración de todas las dimensiones de la vida, que es en última instancia una amenaza para el ser humano:

«A la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta se une hoy la intensificación de ritmos de vida y de trabajo, en eso que algunos llaman “rapidación”. Si bien el cambio es parte de la dinámica de los sistemas complejos, la velocidad que las acciones humanas le imponen hoy contrasta con la natural lentitud de la evolución biológica. A esto se suma el problema de que los objetivos de ese cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral. El cambio es algo deseable, pero se vuelve preocupante cuando se convierte en deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad.»

Incluso los parámetros antropológicamente imprescindibles desaparecen cuando se les aplica la velocidad contemporánea: ya no hay espacio –pues cualquier distancia es salvable con rapidez-, ni tiempo –porque la instantaneidad es precisamente el tiempo sin duración (¿será ésta la nueva eternidad que nos promete la religión de la tecnología?).

Sin embargo, no podemos menos que comprobar que para enfrentarnos adecuadamente a la realidad, los humanos necesitamos desembarazarnos de las prisas y pasar de la permanente estimulación a la experiencia reflexionada. La velocidad nos mata psicológicamente, sí, pero también físicamente (pensemos en la larga lista de fallecidos en las carreteras).

Como réplica a la «rapidación», a la velocidad que no está hecha a la medida de los humanos, podemos citar el Movimiento Slow, que frente a todo lo dicho hasta ahora propone «haz menos, lentamente» y elabora un auténtico Elogio de la lentitud, radicalmente contracultural. La filosofía slow pretende contagiar todos los ámbitos de nuestra vida –para contrarrestar precisamente el imperialismo de la «rapidación»- y así propone que ciudades, alimentación o turismo adquieran y encarnen sus planteamientos.

No se trata –o no es esa al menos mi intención- renunciar al progreso, ni rechazar los beneficios que otorga la inmediatez que ofrecen las nuevas tecnologías. Se trata más bien de tomar conciencia de su carácter ambiguo, de sus evidentes desventajas y de su efecto moldeador (para bien y para mal) de la realidad, también de la humana, y de mantener una permanente actitud crítica ante todo ello. Sobre todo, hay que evitar, no la velocidad, sino su ideología. Como hace ver Paul Virilo, la velocidad está íntimamente vinculada al poder y el mayor riesgo de cualquier tecnocientífico consiste precisamente en ser un instrumento a su servicio.

¿«Rápido es mejor que lento»? Depende, no siempre ni necesariamente. Basta tararear Despacito para, al menos, dudar de ello…