Hay días que me cuesta escribir un poco más, y a veces pienso que algún día me tocará dejar de escribir aquí, en “Thought in Euskadi”. Claro que, por difícil que me resulte a veces escribir un post, mucho más difícil me ha resultado encontrar las líneas para escribir el último, para escribiros una carta de despedida. Así que he seguido escribiendo estas cartas cada semana, he disfrutado de vuestra compañía como disfruto perdiéndome en la montaña.
Sin embargo, este fin de semana pasado, andaba irremediablemente perdido por Itxina, cuando me asaltó la historia que sería perfecta para escribir un último post. Y como es posible que los mayas acierten, y el mundo acabe con el solsticio de invierno este próximo viernes, he pensado que sería un buen momento para contaros esta historia que empieza, como no podía ser de otra manera, en Florencia.
Fue hace dos años, después de la fiesta de San Juan, el patrón de Florencia, de madrugada, cuando me acerqué a la Piazza della Santissima Annunziata, junto a la Universidad de Florencia en la que había estudiado Leonardo. Justo amanecía cuando llegué al pie de la estatua ecuestre del Gran Duque de Florencia (un Médici, por supuesto). Estaba allí por el Master in Business Innovation, en aquella época era su Director Académico, pero antes de desayunar tenía una cita con esa estatua.
No os lo había contado, porque os aburriría escuchar todas las historias que me recorren por dentro. Hoy sí, que la necesito para acabar el post. La cita con el Gran Duque venía de una poesía preciosa que cuenta una leyenda que tiene como protagonista precisamente esa estatua de bronce: “The Statue and the Bust”, de Robert Browning, que cuenta la vida de dos amantes que no tuvieron el valor de acercarse el uno al otro, y al final acaban siendo dos estatuas de arcilla y bronce que se contemplan eternamente, sin llegar jamás a acercarse lo suficiente.
Esto le parece fatal a Browning, contemporáneo de Tennyson (sí, el de Ulyses, que por cierto en Skyfall han tenido el detalle de recordar). Porque si algo es cierto, es que la vida constantemente se nos escapa, y algo debemos hacer con el tiempo que nos es dado. Así que leí la poesía, al pie de la estatua, y me detuve sobre todo en los últimos versos.
¿Y por qué en los últimos versos? Aquí es donde la historia va acabando, con un epitafio sobre una sencilla lápida de piedra en un cementerio perdido en Grytviken, en la salvaje y helada costa de Noruega. Es una tumba muy sencilla, y el epitafio viene de esa poesía de Browning.
“I hold that a man must strive to the uttermost for his life’s set prize”
Ya habrás adivinado que en esa tumba descansa Sir Ernst Shackleton, que estos días me ha venido a visitar en forma de una preciosa fotografía que me han regalado los compañeros que he dejado en IDE, nunca volveré a navegar junto a una tripulación tan valerosa como ellos (podría extenderme sobre el paralelismo con el Campamento Paciencia, pero eso es otra historia, que será contada en otro momento).
Espero encontrar el tiempo para acercarme a visitar algún día a mi amigo el explorador polar, y leer el epitafio en su tumba. No deberíamos nunca renunciar a nuestros sueños, por agotados que estemos, al menos ese era su consejo.
A esta cita llevaré para leer otro verso de Browning. Él lo escribió casi a punto de morir, y a mí, me recorre por dentro, serían unas líneas muy apropiadas para acabar este blog.
«Uno que nunca retrocedió y siguió adelante,
que nunca dudó que las nubes se abrirían,
que nunca imaginaba, ni en los peores momentos, que el mal triunfaría,
mantenía que si caemos es para levantarnos de nuevo,
que nos confundimos para mejor luchar
y que dormimos para despertar»