Con bastante frecuencia me llegan correos y mensajes de personas que tienen claro que tenemos que cambiar muchas cosas. Que están convencidas de la necesidad de transformar en profundidad nuestra sociedad, para encontrar alternativas a ese futuro que muchos días está tan oscuro que parece que no amanecerá.
Y me dicen “Ya no necesitamos que nos des más pruebas, más estadísticas, más ejemplos de otros países. Lo que necesitamos es empezar a hacer algo por cambiar, necesitamos pasar a la acción ¿cuándo vamos a empezar? y sobre todo… ¿cómo?“
Es algo que me acompaña, con frecuencia pienso en ello. Si estoy tan convencido de que todo lo que cuento aquí es tan urgente y necesario, yo también me pregunto a qué estoy esperando para arriesgar más, para tratar de conseguir una chispa que prenda la llama de la revolución que cambie todo lo que tenemos que cambiar. A qué espero para enfrentarme con más energía, para denunciar más alto y más claro, para comprometerme con más decisión con la movilización que transforme tantas cosas que estamos haciendo mal.
A veces pienso que es el miedo a perder. Ayer me contaba un buen amigo el precio que pagas cuando decides que vas a ser radicalmente sincero, en un mundo en que todos jugamos a mantener equilibrios entre decir la verdad y decir lo políticamente correcto. Entre hacer lo correcto o hacer lo que se espera de una persona de tu posición… Ya recordáis, es fácil hacer justicia, pero es muy difícil hacer lo que es justo…
Otras veces, me consuelo pensando que es inteligencia, estrategia. El Sun Tzu ya nos enseñaba que es fundamental elegir cuándo combatir, y cuándo esperar. Si no estamos seguros de que vamos a ganar, es mejor esperar. La mejor batalla es la que ni siquiera tenemos que librar, vencer sin necesidad de luchar, esperar la derrota del enemigo que caerá por sus propios errores… Claro que diferenciar la estrategia de la cobardía, no siempre es sencillo.
Y, por último, están esos días que me salvan, en los que recuerdo que la verdadera batalla es la que se libra cada día, en cada gesto, en cada mirada, en cada palabra, lejos de la épica de las revoluciones. Hay una película preciosa “Hoy empieza todo” (Tavernier, 1999) que cuenta la historia de un profesor y director de una guardería en un barrio marginal en Francia. Consigue construir en el aula un reducto de luz en medio de una sociedad oscura, y de un sistema educativo más oscuro todavía, ahogados por la falta de esperanza. Si tienes un ratillo, deberías verla, no hay héroes ni batallas, pero probablemente sea la mejor lección sobre cómo transformar una sociedad…
En la última escena, la madre del protagonista le lee al padre (ancianos los dos), el texto que ha escrito su hijo, el maestro. Siempre me viene alguna lágrima cuando la veo, quiero creer que es porque, de todas las respuestas, la que llevo más por dentro es la tercera.
Hay cosas que nunca desaparecerán.
Están en la carne, hablan, están en la tierra…
Montones de piedras apiladas una a una
con las manos del padre, del abuelo.
Toda su paciencia resistió a la lluvia, al horizonte.
Haciendo pequeños montoncitos
para retener la luz de la luna, para estar erguidos,
para inventar montañas y jugar con el trineo
y creer que tocamos las estrellas.
Se lo contaremos a nuestros hijos, les diremos que fue duro,
pero que nuestros padres fueron unos señores y heredamos eso de ellos.
Montones de piedras, y el coraje para levantarlas