En una reciente conferencia de Juan Ignacio Vidarte, el Director General del Museo Guggenheim, una de las preguntas del público se refirió al símbolo que representaba el Guggenheim del proceso de transformación que había experimentado Bilbao y el País Vasco en los últimos 30 años. Y le preguntó por cuál era a su juicio el proyecto que podría representar la nueva transformación que necesitamos ahora.
Me gustó la pregunta, y me gustó todavía más la respuesta de Vidarte, que empezó reconociendo que proyectos de esta naturaleza pertenecen a una generación, no salen uno al año. Y luego admitió que le correspondía a una nueva generación, no a la suya, el decidir el “proyecto generacional” que necesitábamos ahora. Terminó con una reflexión: quizá fue más fácil antes, por lo duro de la situación que atravesamos en aquel momento, ahora estamos más acomodados…
Me llevé sus reflexiones conmigo, me acompañan, me dan vueltas a la cabeza. En parte porque no sé si me siento parte de esa generación que recuperó el autogobierno, pactó el concierto económico, abordó una durísima reconversión industrial, hizo nacer desde cero la red de ciencia y tecnología, impulsó una profunda regeneración urbana… Sus protagonistas rondaban todos los 30 años cuando les tocó tomar aquellas decisiones, que el tiempo ha demostrado que fueron extraordinariamente acertadas.
Yo era más joven entonces, entre 10 y 20 años más joven. He crecido a la sombra de estos gigantes, he tenido la fortuna de trabajar personalmente con algunos de ellos. He colaborado en muchos de estos proyectos, los he visto crecer y dar fruto. Aunque quizá no los siento como míos, de mi generación, sino como de esa generación que ha sido mi referente.
Me acercaré mañana a visitar a mis abuelos, a la silenciosa calle que habitan. No soy yo de llevar flores, aunque sí conversación, charlaré un rato con ellos, como me gustaba hacer cuando disfruté de ellos en vida.
Su proyecto generacional fue reconstruir un país devastado por una guerra civil (mis dos abuelos estuvieron cerca de perder la vida entonces, uno en cada bando…). No fue un proyecto fácil, traer hijos a un mundo en el que las cartillas de racionamiento marcaban la dieta diaria. Quizá el horno alto que todavía queda en Sestao pueda servir de símbolo de la herencia de aquellos años de hierro que marcaron mi infancia.
Enseñaron bien a nuestros padres, a los que les ha tocado construir las clases medias que tanta prosperidad nos han traído, y devolvernos la democracia, iniciar una reconciliación que sus nietos podrán disfrutar. Antes de jubilarse, les tocó todavía sufrir la durísima reconversión industrial, esa profunda transformación de la que el Guggenheim se ha convertido en icono (y el horno alto lápida).
Les preguntaré a mis abuelos qué debo hacer yo para entender el proyecto de mi generación, para construirlo y dejarlo para los que vengan después. No me queda mucho tiempo ya, quizá como proponía con generosidad Juan Ignacio, nuestro papel ahora sea ceder el testigo a la siguiente generación, la que ahora tiene 20 – 30 años, saber retirarnos de la primera fila y dejarles el escenario a ellas, a elllos.
Porque necesitamos cambiar muchas cosas, y hacen falta miradas nuevas, y la energía y la inconsciencia que da la juventud para tomar riesgos que a mí ahora me parecerían excesivos. Porque hemos conocido (y en muchos sentidos tenemos todavía) tanta prosperidad, que nos hemos acomodado y no somos capaces de abordar cambios cada vez más urgentes…
O quizá lo que debamos hacer sea despertar, a pesar de nuestra edad, y al menos ser capaces de dejar a la siguiente generación un ejemplo como el que hemos recibido de las generaciones anteriores. Tomar de una vez el relevo de la “generación Guggenheim” y trabajar hombro con hombro con los jóvenes en abordar la profunda transformación que no podemos demorar más…
Les preguntaré mañana a mis abuelos, guardaré su respuesta en mi corazón.