La muerte de Dios
Como Dios ha muerto hace ya algunas décadas, aunque algunos aún no se han enterado y por ello aún no lo han enterrado, un nuevo libro titulado “Después de la muerte de Dios” trata de celebrar las exequias divinas y exponer la situación humana tras semejante catástrofe ontológica. La catástrofe es drástica porque la muerte de Dios conlleva la muerte de la religión tradicional, pero también la muerte del mundo y del hombre tradicional. Se iniciaría una época posreligiosa y poscristiandad, al menos en el ámbito occidental, que es el ámbito cultural propio de la muerte de Dios. En efecto, el cristianismo proclama la muerte de Dios en Jesús, una proclamación antigua de la que habría tomado finalmente conciencia crítica la posmodernidad.
El libro que comentamos está organizado por J. W. Robbins, y en él participan los filósofos G. Vattimo y J. Caputo, con un epílogo del teólogo G. Vahanian. Gianni Vattimo es el representante del pensamiento débil, John D. Caputo representa una hermenéutica radical y G. Vahanian es el representante de la teología de la muerte de Dios. Los tres se consideran posmodernos, posreligiosos y poscristiandad, aunque con matices, y los tres defienden la secularización llevada a cabo precisamente por el propio cristianismo como religión sin religión o religión de la muerte de Dios.
La posición de G. Vattimo al respecto es la más conocida y reconocida, por su crítica a toda verdad objetiva u objetivista por considerarla dogmática y autoritaria. En lugar de verdades absolutas nos las habemos con verdades relativas, interpretaciones y perspectivas de conocimiento. El objetivismo clásico cede aquí a una visión perspectivística y subjetiva, relativista e histórica, contingente y finita. De este modo, el principio de realidad queda erosionado por un eros anarcoide, que podríamos considerar como un principio de surrealidad. Pues bien, la muerte de Dios sería el paradigma de semejante surrealidad.
El ítalo-americano John D. Caputo concuerda con el pensamiento débil de Vattimo, en su debilitamiento de verdades o certezas apodícticas en un mundo posmoderno. Se trata de desmitologizar todo absoluto y deconstruir toda verdad, para sonsacar lo que podríamos denominar el sentido humano, demasiado humano, de todos nuestros montajes culturales. La propia verdad religiosa es una verdad sin conocimiento, porque exhibe la proyección del hombre y el sello humano o humanoide. Por lo demás, lo que la tradición ha considerado como lo misterioso, respondería no tanto a un conocimiento místico o superior, cuanto a nuestro desconocimiento inferior.
La concepción posmoderna del mundo lo atisba como realidad atravesada de contingencia, pero esta contingencia implica o alberga según Caputo una especie de acontecer abierto cohabitado por un potencial dinámico. El cual emerge en el hombre como deseo radical que el autor tematiza como “pre-sentido trascendental” y “proyección hiperreal”. Pienso al respecto que el autor está traduciendo secularmente (pro-fanando) la vieja idea teológica del “deseo natural de ver a Dios”, un deseo que se interpreta como una especie de “deseo mesiánico” (a lo Benjamín), el cual encuentra su encarnación o inmanencia en la “democracia venidera” (en expresión de Derrida).
Significativamente, este deseo radical se concibe como la presencia de otro en mí, o si se prefiere, de algo en mí que no es mío. Sin embargo, J. Caputo es lo bastante lúcido como para saber que un tal deseo radical nunca traerá lo deseado como radicado, pero a pesar de ello se trataría de “hacer posible lo imposible”. De esta guisa, la religión sin religión que es el cristianismo encarnaría, como ya adujo Marx, la más grande utopía. Una utopía empero no pía, ya que el autor la asume afirmativamente, pero sin recaer en un positivismo ingenuo.
Me gusta esta asunción de lo positivo sin olvidar lo negativo, la contingencia y en definitiva el mal, así como el intento por superarlo o al menos supurarlo, sublimarlo o trasfigurarlo, aunque pienso que habría que radicalizar la cuestión. En efecto, creo que tanto Vattimo como Caputo prefieren recaer en un incierto agnosticismo a recaer en un cierto “gnosticismo”, al que consideran pesimista o negativista, antimundano, por cuanto exhibe una crítica radical de este mundo. Sin embargo, precisamos un toque o dosis de pensamiento gnóstico siquiera débil, pues sólo la Gnosis ha tomado en serio el mal intramundano, simbolizado radicalmente por la muerte. En esta perspectiva la muerte de Dios es la muerte de la vida, la cual puede definirse heideggerianamente como vida hacia la muerte.
Frente a la muerte como dios de este mundo no hay solución sino mera disolución, no hay remedio sino mero remedo relativo (cuidados paliativos), no hay el santo advenimiento del sentido sino el insano advenimiento del sinsentido. Sólo que paradójicamente la muerte es el símbolo velado de la trascendencia y del descanso eterno, una muerte que nos abre a la paz perpetua tanto a creyentes como a increyentes. Si Dios ha muerto, entonces el hombre muere y la vida es muerte: sólo queda suturar el abismo simbólicamente, proyectando al Dios como símbolo de la resurrección del sentido caído. Pues si Dios ha muerto resulta que ahora la muerte es divina. Todo muere incluso el Dios, pero el Dios es el símbolo del sentido apalabrado y proyectado por el hombre mortal.
Hablamos pues de un Dios simbólico, ya que un Dios literal es literalmente mortífero, porque la letra mata: mas un Dios simbólico simboliza la esperanza que sobrepasa lo macabro real transrealmente. Como dice al final G. Vahanian, Dios es un acontecimiento del lenguaje, pero yo añadiría que es un acontecimiento del lenguaje simbólico. El cual es el único lenguaje capaz de insuflar a un muerto vida y, por tanto, de resucitarlo. Por eso Dios es el símbolo del símbolo: el resuscitador del sentido caído. El sentido simbólico se enfrenta a la muerte porque el símbolo es eros convertido en logos: logos de amor, lenguaje sacramental (secularizado).
De aquí mi apuesta por una hermenéutica simbólica, ya que el simbolismo y los símbolos realizan el duelo de la realidad ausente, del sentido caído y del Dios muerto: al tiempo que son capaces de resucitarlos siquiera como ausencia presente. Esta presencia de la ausencia es como un vacío o nada, sí, pero una nada simbólica que alberga expectación y horizonte. Horizonte que es como una apertura a la trascendencia, apertura trascendental que convoca al hombre a plantear en la inmanencia un mundo simbólico y abierto, presidido por un Hermes global, el dios hermenéutico de la vida en relación con su más allá, el numen de la comunicación de los contrarios precisamente a través de su mediación. Esta mediación de los opuestos funda el lenguaje hermesiano, un lenguaje democrático unidiversal, el cual es el símbolo de su remediación real, inspirada por la presencia ausente del sentido proyectado.
Así que en la muerte muere el dios de este mundo, o sea, este mismo mundo: abierto así a una trascendencia pacífica que algunos gnósticos (cristianos) deseamos ya implantar en este mundo: simbólicamente.