Andrés Ortiz Osés y los aforismos
por
Prof. Dr. Ibon Zubiaur
Universidad de Tubinga
Director del Instituto Cervantes (Múnich)
Suele decir Andrés Ortiz-Osés que él será recordado por sus aforismos. Por modesta, la afirmación es inexacta: Andrés Ortiz-Osés será recordado por muchas razones (o co-razones). Será recordado (o debería serlo) como autor de uno de los sistemas de pensamiento más originales y sugerentes producidos en lengua castellana: filosofía de la (co)implicación, filosofía de la razón afectiva, dualéctica coimplicativa… la pluralidad de etiquetas aplicables y su irreductibilidad a ninguna de ellas dan cuenta de su fecundidad y de la dimensión orgánica de su sistema (como en el caso de sus maestros Unamuno y Ortega, el pensamiento de Ortiz-Osés es inmune a la esclerosis del concepto abstracto). Será recordado (o debería serlo) como introductor y difusor en el mundo hispánico de autores y corrientes esenciales del pensamiento contemporáneo (Jung y el círculo de Eranos, Bachofen, la nueva hermenéutica).
Finalmente, será recordado (y lo será sin duda) como un extraordinario profesor de filosofía: alguien que, con recursos oratorios deslumbrantes y un sentido lúdico de la provocación, encarna insuperablemente la olvidada esencia de su oficio, la misión de incitar al pensamiento. Como Ortega de nuevo, Ortiz-Osés es profesor de filosofía in partibus infidelium: ha tenido que hacerse un público y sembrar una progenie. Pese a la ingratitud y hasta a la envidia, su empeño no puede decirse que haya sido vano. Desde su cátedra de la Universidad, donde sobrevive como especie no protegida, Ortiz-Osés ha estimulado a dos generaciones que hoy quieren reivindicar su referencia. Quizá es que de su generosidad también se aprende: Andrés Ortiz-Osés será recordado, es recordado. No vamos a esperar a que lo entierren para hacerlo.
Dicho esto, se puede retomar el punto de partida: Andrés Ortiz-Osés será recordado por sus aforismos. Aun modesta, la afirmación es muy correcta; revela una ternura y un característico interés por el detalle. Cabría incluso recelar de su modestia: uno de los más grandes aforistas del pasado siglo (Stanislaw Jerzy Lec) sostiene que a quienes le preguntaban si no escribía cosas mayores, él contestaba invariablemente «No, sólo grandes». Ortiz-Osés ha escrito muchas cosas mayores (y grandes), pero un estilo bien reconocible fulge en sus buenas tres decenas de libros: el aforístico. Forjador de sistemas, Ortiz-Osés gusta de desgranarlos en fragmentos -fragmentos a coimplicar en su sistema. Esta dualéctica hace necesario el aforismo: lo requiere. No es extraño, por tanto, que en los últimos años nuestro autor cultive el género incansablemente: supone la derivación más natural de su pensamiento y la asunción del género que le es más propio -aquel en el que brillan por sí mismos sus hallazgos.
En uno de sus (muchos) aforismos más logrados, Andrés Ortiz-Osés define este pensamiento suyo como surfilosofía. La doble etimología del vocablo coincide en destacar el mismo rasgo: sur-filosofía, sobre o en otra dimensión de la filosofía (como en surrealismo, la asociación más obvia); surf-filosofía, filosofía deslizante y lúdica, que coge olas en la superficie del mar. Ortiz-Osés se ubica así en el escenario liminar que siempre busca y establece su dualéctica con la metáfora tradicional de la profundidad. En un autor de tan vastísima cultura, explorador de todas las mitologías y heredero declarado del más profundo de los eruditos (Jung), no debería sorprendemos este emplazamiento a la superficialidad.
Enamorado del mar, Ortiz-Osés ausculta sus destellos: conoce como nadie los abismos que hay debajo. Ha buceado esas inmensas extensiones donde no llega la luz y la presión se vuelve intolerable. Sabe también cómo, por otra parte, en las heladas cumbres acaba por faltar el oxígeno: Zaratustra, el transvalorador de la profundidad, el pensador de las alturas y la ligereza, le ha precedido. Ortiz-Osés, que piensa la (co)implicación, recela de la fascinación de lo profundo (y de la de su inversión). Busca los puntos de fricción, las grietas, los reflejos. Del dinamismo no le atrae lo agónico, el enfrentamiento -sino el desplazamiento que permite, la energía a aprovechar. Busca coger las olas.
Las energías que recicla Ortiz-Osés irradian por lo general del mismo idioma. Formado en las dos lenguas más constructivistas de la tradición europea (latín y alemán), aplica sus principios analíticos y configurativos a la que siente como propia y es, quizá, la más metafórica de todas: el castellano. Ortiz-Osés pudo quedarse en Innsbruck y eligió volver a tierra infiel: ha confesado muchas veces que le decidió saber que su destino es la lengua castellana. El lector de sus aforismos percibe efectivamente que este autor no podría escribir en otro idioma; pero además -precisamente por esa combinación de mestizaje y de vinculación fatal con su medio expresivo- que ha forjado un estilo original y sin apenas precedentes. Ortega señalaba que el castellano de Unamuno era aprendido (una formulación muy elegante); su propio estilo es la fusión afortunada de modos de pensamiento nórdicos con la retórica ensayística francesa en el crisol de su talento inmenso.
Si mi análisis es correcto, Andrés Ortiz-Osés sería uno de los primeros pensadores españoles en pensar radicalmente en castellano: la radicalidad, igual que sus maestros, la ha aprendido fuera, en el constructivismo del latín y el alemán; pero al ejercitarla no hace sino desplegar las potencialidades del idioma en el que siente. Co-razón es un gran ejemplo: inventa una raíz posible (aunque irreal), una etimología eurética, que sirve para iluminar caras ocultas de un astro semántico -por no decir que pone a circular estrellas nuevas (luminosas). Este último matiz es delicado, porque bordea un vicio muchas veces reprobado en los filósofos: el de contaminar espacios del discurso con abstrusas jergas e idiolectos.
El deporte filosófico de la etimolo¬gía-ficción (y de la creación de jergas) ha registrado en el pasado siglo un auge con estrellas como Heidegger y Derrida. Del oráculo de la Selva Negra se diferencia Ortiz-Osés en muchas cosas, notablemente en su sentido del humor y su ternura (que le acercan al primer Nietzsche y a Lec). Con Derrida comparte mucho más en el estilo, pero su superficialidad es muy distinta a la de los surfistas de la differance: su deslizarse por las olas es integrador, no disolvente. La metáfora del espacio puede iluminamos otra vez: si Heidegger parece pensar sólo hacia abajo, Ortiz-Osés, como Derrida (no como sus epígonos, que piensan poco), piensa en los límites y en todas direcciones. Ortiz-Osés es polimorfo (y perverso): el aforismo es por ello su género.
Las comparaciones del párrafo anterior podrían parecer exageradas; sus términos aspiran sólo a ser ilustrativos. Para dejarlo claro, entonces, vaya otra advertencia: los aforismos de Andrés Ortiz-Osés son irregulares. Lo son en su estructura como en su valor: van desde la genialidad a la ocurrencia. El género cuenta con ello: en un autor tan torrencial y generoso como Ortiz-Osés (pensador verdaderamente incontinente), la selección no es un criterio. Cualquier punto de referencia puede cobrar valor en su sistema dualéctico: el momento religador vendrá después, mientras que el aforismo sólo brinda destellos iniciales (o finales).
Cuando Ortiz-Osés reivindica también la tontería no está incurriendo en falsa modestia: ambos vicios le son ajenos, pero la falsedad más que ninguno. Ortiz-Osés es, como nadie, un pensador auténtico: no sólo dice lo que piensa, sino que piensa de verdad, a cada instante -y nos regala casi cada pensamiento (cada instante). Insisto en resaltar la generosidad como otro de sus rasgos: los aforismos son su work in progress, el proceso mismo de su pensar cotidiano -estimulado a cada paso, estimulante en cada gesto. Irregular o polimorfo, es desde luego un pensador brillante: pocas obras contienen semejante cantidad de chispas, de fulgores. Un regalo para el lector aventurero y lúdico: accesible, sugerente, Ortiz-Osés es un provocador de pensamiento.
Será difícil, para quien lea un libro de sus aforismos, no sorprenderse, no reír, no preguntarse. Será difícil que no piense. Quien tampoco lo haga con su último libro, debería ir abandonando ya toda esperanza.