Biografía
AVATARES DE LA EXISTENCIA
Andrés Ortiz-Osés
1 (Niñez)
¿Por qué nos nacen sin nuestro consentimiento? Por inconsciencia (el sexo nos lleva a la inconsciencia, por eso el sexo es peligroso en toda cultura culta). En el caso de nacernos con consciencia se trata de una decisión por amor (propio y ajeno), pero el amor sigue siendo una cosa peligrosa en toda cultura culta. Supongo que el promotor de mi nacimiento fue mi propio padre, y mi madre lo asume encantada. Ambos tenían además en sus molleras la doctrina sexual-amorosa de la Iglesia sobre la procreación en el nombre del Dios creador.
Pero la creación y la procreación son el problema y no la solución: en esto estamos de acuerdo todos los cuerdos con un toque gnóstico, un toque que critica lo real en nombre de lo surreal, y yo soy surrealista porque prefiero lo implícito a lo explícito, lo potencial a lo actual, lo latente a lo patente, lo virtual a lo real y lo sutil a lo burdo (es la preferencia heideggeriana del ser frente al ente, así como la preferencia junguiana del sí-mismo al yo). Soy en efecto un “simbolista” que cree en la salvación o liberación por las imágenes, ya que el auténtico sentido es simbólico o imaginal.
Mas dejemos la imaginación y volvamos a la cruel realidad. Me nacen sin mi consentimiento, aunque con amor, el 11 de Febrero de 1943 en Tardienta (Huesca), a las cuatro y media, un día frío en los Monegros y de nieve al pie de los Pirineos, de ahí que mi salida del cálido útero materno al frío mundo extrauterino fuera un schock aún no asimilado. Mi nombre es el nombre del padre, añadiendo el nombre materno/mariano de la Virgen María. Soy pues el hijo del padre y de la madre, un cruce de contrarios, porque mi padre aragonés era imperativo, con su genio vivo, mientras que mi madre navarra era afectuosa y romanticota. Su casamiento en 1939 en el Pilar de Zaragoza, había sido confabulado por el tío canónigo compostelano, secretario del arzobispo de Santiago, donde mi madre concluyó Magisterio.
El padre era comerciante, de familia demócrata-cristiana, afiliado al final al pensamiento joseantoniano, mientras que la madre era maestra, de familia carlista y católica. Durante la guerra (in)civil fueron los amigos de izquierdas de mi padre derechista los que generosamente le dejaron marchar a Zaragoza. Pero en 1948, en época del maquis, un terrorista asesinó a mi padre, al sacerdote del pueblo y a un primo (de izquierdas), huyendo a Francia posteriormente. El terrorista, que realizó el triple crimen el mismo día de la muerte de su madre, había sido teniente del ejército rojo. Mi padre, que había sido nombrado vicealcalde bajo presión franquista, había evitado su encarcelamiento, aunque no su marginación en aquella España nacional-católica.
Yo tenía cinco años y guardo un recuerdo difuso de sus consecuencias, más que del hecho mismo (que trataron de ocultárnoslo a los cuatro hermanos huérfanos). La tragedia me quedó en el subconsciente, y yo la apercibía sobre todo en la figura enlutada de la madre. Pero la gente del pueblo nos arropó, y vino en nuestra ayuda la Iglesia con su simbología religiosa, ya que el tío compostelano tenía una Capilla privada en nuestra casona rural. Allí nos hablaba de la ausencia del padre como una estancia en el otro mundo, y yo lo imaginaba flotando ingrávidamente en el transer celeste, de modo que la muerte era un tránsito doloroso al trasmundo imaginal.
Así que fue la Iglesia la que me cobijó simbólicamente, encajando así religiosamente la violenta ausencia del padre. A ello me ayudaba no sólo el ritual de la misa doméstica y luego la comunión eucarística, sino también más tarde las primeras lecturas litúrgicas en la Biblioteca canonical de nuestra casa. Ello me deparó una etapa mística, la cual me preparó a su vez para entrar en el Seminario de Huesca. En mi segundo curso de Humanidades nos dejó también el tío canónigo, pero su impronta estaba sellada. Era un clérigo clásico pero abierto, bien humorado, con el mismo genio paterno. A través del arzobispo agustino, que había sido biólogo y confesor de la Reina, mi tío conoció a personalidades como Ramón y Cajal, pero también al presidente Primo de Rivera, el cual fue invitado a Tardienta para inaugurar un Grupo escolar modélico: mi tío lo recibió con un discurso en el que, además de pedirle agua para el riego, le recordaba que toda dictadura era provisional (incluida su dictablanda).
2 (Adolescencia)
La Iglesia que me sirvió de cobijo en nuestra Capilla familiar, acabó siendo una cárcel en el Seminario oscense, frío y duro, pobre y espartano. Pero yo era ya casi pobre, puesto que habíamos dejado de ser una familia de clase media alta para ser una familia de clase media baja, aunque la hermana mayor logró acabar de estudiar, mientras que los hermanos dejaron los estudios para sacar adelante el negocio de abonos y la tienda de ultramarinos, coloniales o abastos. Sólo el calor interior de la madre lograba quitarme el frío exterior en el Seminario. Pero ella enfermó y murió al inicio de mi cuarto curso, después de haberle ofrendado la matrícula de honor del curso anterior.
La auténtica tragedia de mi vida no es la muerte del padre, de la que no me enteré del todo, sino la muerte de la madre, cuya defección me dejó desafecto al mundo. Es como si me hubiera sacudido un rayo, jamás pensé que la muerte pudiera con la vida y el amor maternos que me parecían inmarcesibles, y quedé estremecido La matrícula del curso anterior se convirtió en suspenso parcial en ese curso fatídico. Pero ahora ya no había remedios religiosos ni componendas rituales de superación, ahora entraba en una etapa de supuración interior que me llevó a una justa rebeldía ante la maldad del mundo (la herida gnóstica procede de aquí).
Mi venganza de la crueldad natural fue cultural, y consistió (y aún consiste) en eternizar en mi alma al amor de la madre. Así que después de todo también en este caso la imago materna me salvó de mi desquicio, la imago simbólica que refractaba la experiencia real surrealmente. A partir de aquí comencé a pensar seriamente que este mundo no tiene sentido en sí, en su encerrona existencial, sino abierto a una trascendencia interior o intratrascendencia, simbolizada por la imagen viva de la muerte viviente.
Sin embargo en el Seminario de Huesca había descubierto el bálsamo de la música, que tanto gustaba a mi madre, de manos del maestro G. Garcés, la literatura de parte de un discípulo de Martín de Riquer y la filosofía de parte de nadie (yo me las había agenciado por mi cuenta para leer ciertos libracos, de san Agustín a Menéndez Pelayo, en la Biblioteca de casa). La muerte de la madre endureció mi carácter y decidí ampliar estudios. El tío quería que fuese sacerdote, y la madre que fuese jesuita: así que conjunté ambas ideas al elegir la Universidad de Comillas, sita aún en Cantabria, como ámbito de mi licenciatura en teología.
Y allí estoy ya en Comillas, descubriendo anonadado el mar, rodeado de eucaliptos, pero encerrado en un estrecho margen de tierra, bajo un régimen aún preconciliar, aunque algunos estudiantes y profesores fuéramos ya abiertos y avanzados, como el ínclito biblista José Alonso (al otro gran biblista Alonso Schökel lo conocería después). En cierto momento quise marcharme a la Pontificia de Salamanca, pero el teólogo C. Floristán me desaconsejó hacerlo. Menos mal que descubrí a Teilhard, Ortega y la filosofía correlacionista de Angel Amor Ruibal, canónigo colega de mi tío en Santiago, pero tuve que aprender de memoria fárragos escolásticos sin cuento. Sin embargo, la cuestión que me acució, hasta el punto de pasar la peor crisis de toda mi vida, fue la de la identidad personal y colectiva, porque yo me preguntaba críticamente por la identidad nefasta de todo: la negra identidad nacional-católica, la oscura identidad clerical, la maléfica identidad franquista, la rancia identidad cultural universitaria y filosófico-teológica, mi propia reprimida/oprimida identidad personal.
Yo tenía una crisis de posadolescencia, y mi capacidad e independencia no se sentían bien en aquel ambiente cerrado, en el que las mujeres estaban desterradas, la expansión personal prohibida y la cultura encorsetada, a pesar de la gran Bibioteca y demás. Acudí a un pseudopsicólogo que achacó mi crisis a mi afectividad, cuando tendría que haberla achacado a la desafectividad medioambiental, y al contexto represor/opresor concitado. Entonces pensé en exiliarme de aquella estólida España, en buscar otros ámbitos de los que había oído hablar, en instalarme en Europa y confrontarme con el mundo. Porque lo que yo necesitaba no era el trasmundo sino el mundo, la carne y aún cierto demonio que me reconciliara con mi propia afectividad abierta a la otredad.
3 (Juventud)
Era difícil salir entonces a Europa, necesitaba alguna ayuda económica y el permiso oficial, primero pensé irme, con el cofrade A.Benito, a Friburgo en Suiza, pero sólo nos dieron permiso para salir a Roma, lo que no estaba tan mal. Estaba muy bien porque Roma es el paganismo, la catolicidad y sobre todo el arte monumental (mi sensibilidad artística debe ser herencia del viejo pariente pintor Pradilla Ortiz, que por cierto estuvo aquí becado en la Academia de Roma). El joven Colegio Español romano era muy bonito, y la Universidad Gregoriana muy internacional, aunque clasicota. Pero con J. Sádaba nos las arreglábamos para visitar la Universidad de Roma, al tiempo que pude conocer la Ciudad Eterna y viajar por Italia. Pasé lunas Navidades en Florencia con un grupo internacional de estudiantes, ayudando en sus inundaciones, y allí conocí a Marta, la estudiante florentina de rasgos clásicos. Es verdad que yo era más romántico que clásico, pero algo es algo y sobre todo alguien: alguien bella y suave que se para en la rúa y te mira a los ojos con amor, y luego te acompaña un trecho en connivencia estrecha.
Realicé el Baccalaureatum en la Gregoriana, pero obtuve una beca para estudiar alemán en Innsbruck, y aproveché para quedarme, gracias a la mediación del profesor G. Griesl, psicólogo y rector del Colegio-Seminario, quien, tras conocerme y ver mi expediente, me ofreció seguro de sí y de mí, una inapreciable beca de estancia que luego ampliaría el Ministerio de Ciencia austriaco. Yo hubiese preferido teóricamente Friburgo en Alemania, sin duda pensando en la herencia heideggeriana, pero Innsbruck en Austria fue mi destino real-ideal, y amo ese destino porque es mi propio destino apropiado. Me quedé deslumbrado por su rutilante belleza en medio de los Alpes, su apertura cultural, el nivel de vida y su calidad, la democracia europea, el contexto vivencial. En verano de un verdor exuberante, en invierno nevada pulcramente, con un intenso frío que yo logré aguantar gracias a mi forofismo austríaco y tirolés.
Viví en el Colegio-Seminario de la ciudad, en el altozano de Hötting, y me licencié y doctoré en su prestigiosa Universidad, bajo los auspicios del catedrático DDDr. Emerich Coreth, Conde del Sudtirol, Decano del Instituto de Filosofía (cristiana), luego Rector de la Universidad, y finalmente Provincial jesuítico de la Provincia de Viena, un gran profesor y autor de una metafísica, una hermenéutica y una antropología, así como la incisiva obra “Lógica de Hegel” (Herder). Allí mismo conocí al filósofo H.G.Gadamer y al teólogo Karl Rahner a raíz de sus conferencias, así como al antropólogo E. Borneman de Salzburgo y al colega Franz K. Mayr que acabó en Portlando/Oregon (USA). En el Colegio-Seminario convivía con algún tipo interesante, como el wittgensteiniano W. Baum. Dicen que llegué a conocer a M.Heidegger, en una conferencia en el Brenner-Kreis dedicada a Ficker, pero no estoy seguro, me parece una ensoñación., ya que los recuerdos del Heidegger seriote de ojos penetrantes, así como también del Jung perspicaz e irónico proceden de filmaciones.
En Innsbruck me he sentido como en ninguna parte, tanto por su belleza, el ambiente natural y el mutuo conocimiento de los estudiantes como por mi interés filosófico y cultural. Allí encontré la filosofía hermenéutica, pero sobre todo encontré la amistad, la amistad romántica, que es lo más interesante de la vida. Por una parte, tenía buenos amigos en el Colegio-Seminario, la Uni y en el Colegio internacional Canisianum, donde me reunía con un grupo hispano y español, la mayoría aragoneses. Pero la diosa Fortuna quiso que conociera a Michael, el rubio vástago de los Gassner de Bludenz (Vorarlberg), una familia de fabricantes textiles de rancio abolengo. Pero no, abolengo me suena a “abuelengo”, y nada menos rancio que Michael y su hermana Beate: parecían dos mozos renacentistas por su frescura, belleza y nobleza. A través de Michael conocí a toda su familia y alrededores, lo que me posibilitó conocer todo un mundo.
Vivimos una juventud apasionante y apasionada, viajamos y bebimos. Michael se casó finalmente con una francesa, y posteriormente con una eslava, mientras que Beate lo haría con un siciliano. Creo que mi capacidad de amistad es mayor que mi capacidad de amor, porque esta ultima ha sido reprimida por el contexto eclesiástico en que me he movido buena parte de mi vida, siquiera paralelo y libre. Pienso que al reprimir el amor hacia fuera refluye hacia adentro, constelando un ánima potente en su afectividad. De todos modos, pienso que la amistad no es sino un amor sublimado, así que no debemos hacer excesivos distingos escolásticos. Pero supongo que la fuerte presencia de fondo de la madre y la prohibición eclesiástica de la mujer, pueden configurar en el ánimo masculino un ánima (femenina) por reflujo o interiorización. De ahí probablemente mis fascinantes amistades románticas, y mi dejadez amorosa en el sentido convencional que acaba conduciendo a la pareja y al matrimonio.
Yo ya llevaba casi un quinquenio en Innsbruck y me había abierto a la vida y la cultura, la amistad y la filosofía, la belleza y el buen vivir, pero también a la nueva religión evangélica instaurada por el Concilio Vaticano II, que posibilitó la salida de una Iglesia cerrada, oscura y medieval, a otra abierta y colorista en aquel contexto “contracultural”. En aquel momento de entusiasmo posconciliar llegué a realizar mi iniciación sacerdotal en la Catedral Oenipontana, de manos del Obispo conciliar Paul Rusch y bajo los auspicios del sucesor de Juan XXIII, Pablo VI (al que pude conocer en una restringida audiencia de diez estudiantes en el Vaticano, parecía una figura evanescente). Así que en un acto mítico- místico me ordené como sacerdote, pero no como cura: el sacerdocio es una figura sagrada o consagrada, el cura es una figura meramente jurídica y burocrática. Quise realizar lo que más tarde el teólogo y psicoanalista E. Drewermann denomina la vocación chamánica, carismática, mística o sagrada, frente a la vocación eclesiástica o clerical. En todo caso me ordenaron como sacerdote secular o mundano (Weltpriester), y por tanto encarnado e incardinado en el mundo.
Y, sin embargo, mi ordenación sacerdotal era una reacción in extremis a ese mismo mundo redescubierto en sus límites y limitaciones, una reacción al triunfalismo del mundo cuya crueldad yo tan bien conocía. Esta reacción reflejaba de nuevo la “herida gnóstica”, y era como un contrapunto o refugio, un repliegue o paso atrás (Schritt zurück), una precaución ascética. Sin duda pesaba en mi decisión religiosa la tradición familiar católica, pero también la “traición familiar”, la ausencia de cobijo parental, la orfandad existencial. Aunque ahora ya no buscaba el refugio en una Iglesia que podría convertirse en cárcel, sino que viviría a su sombra, a la sombra de un cristianismo milenario, pero autónomamente. Que no en vano mi propio catolicismo había entrado en contacto con el protestantismo germano y su libertad de conciencia e interpretación, así como con la filosofía sapiencial de un Marco Aurelio cuando dice: “el filósofo es el primer sacerdote y servidor de los dioses”.
Mi padre doctoral E. Coreth me ofreció la real posibilidad de quedarme como docente en el Instituto de Filosofía (cristiana), realizando con él la llamada Habilitación para la docencia universitaria. Incluso me halagó al respecto diciendo que yo había conquistado en mi Tesis hermenéutica sobre Heidegger y Amor Ruibal la máxima calificación (matrícula), mientras que el famoso teólogo J.B.Metz había obtenido “sólo”un sobresaliente. Pero yo debía dar de nuevo un paso atrás y volverme a España, ya que el frío centroeuropeo, la comida nórdica y el carácter germánico no me convencían ni convenían, a la vez que yo quería filosofar en el lenguaje, y mi lengua es el español/castellano.
4 (Profesor)
Así que me volví, resuelto y nostálgico, a Zaragoza donde comenzó mi profesura de filosofía en el Centro Teológico y, eventualmente, en la Universidad. El obispo Javier Osés y el teólogo Javier Calvo me avalaron en el Centro, mientras que el filósofo Eugenio Frutos lo hizo en la Uni. En Aragón recuperé la cercanía de la familia, la abuela y los hermanos, e inminentemente, de los sobrinos (mientras tanto mi hermano mayor, tras ciertas turbulencias, se convertiría en fabricante de abonos que vende en todo el mundo). También recuperé el color/calor peninsular y la gastronomía, aunque también la rudeza cultural y el atraso político. Había desertado del desierto aragonés pero volvía a su sequedad medioambiental y al cemento armado zaragozano. Empollé mucho en ese par de años pero, tras dar un par de cursillos en la Facultad teológica de Vitoria, acepté la invitación de la Pontificia de Salamanca para dar filosofía. Acaso el mejor recuerdo final de Zaragoza sea el Simposio que organizamos con G. Bueno en la Uni, así como mi colaboración con los hermanos Orensanz, el escultor y el sociólogo (posteriormente trasladados a Nueva York), y la publicación con este último de nuestra obrita “Contracultura y revolución”.
Salamanca era y es una ciudad preciosa en su monumentalidad, y además quedaba la huella de Unamuno. Pero era una ciudad un tanto aislada, aunque yo vivía en el Colegio Oriental, por cierto con el pre-cardenal Rouco, y tenía contacto con la Universidad civil. Incluso fundé la colección “Hermeneia” de la editorial Sígueme, entonces coordinada por A. Sierra, luego fundador de Trotta. En esa pequeña editorial conseguí que se publicara la magna obra de H.G.Gadamer “Verdad y método”, obteniendo del propio autor su permiso y aquiescencia. También colaboré en el Diccionario de los filósofos jóvenes, dirigido por M.A.Quintanilla. Mas yo me sentía en Salmantica como un exiliado, quizás porque en la Pontificia me sentían como un tipo no-clerical (porque hablaba del estructuralismo), mientras que en la Civil era visto como un tipo clericaloide (porque hablaba de hermenéutica). Las dos Españas, la clerical abrasando el corazón y la anticlerical helándolo.
Para entonces yo ya había conocido la Universidad de Deusto en Bilbao, de cuando visitaba a mi tío materno casado en Santa María de Lezama, donde él mismo, Pedro Artabe y el filólogo Mikel Zárate me ilustraban sobre el origen vasco-navarro de mi apellido materno (mi madre era de tierra de Estella-Lizarra), que según me adujo K. Michelena remitía al vasco Orzaize reconvertido en el occitano Osses (que es el nombre de un pueblo vasco-francés). Un buen día recibí la invitación deustense del decano L. Armendáriz para venirme a la Facultad de Teología, al tiempo que el decano J. Echarri me invitaba a la de Filosofía, sin duda por la mediación de E. Coreth y José Manzana, aunque también porque ya había escrito mi obrita “Antropología hermenéutica”. Así que me fui a Bilbao, que era una ciudad algo ahumada –“vil-vaho”- pero intrigante, cerca del mar, enérgica y energética. Vivía en la residencia de Begoña, pero convivía en Deusto, que para mí ha sido como un cierto reflejo o refracción de Innsbruck, a causa del verdor, la apertura y el ambiente jesuítico-laical.
Deusto es una universidad regida por los jesuitas, aunque constituida fundamentalmente por laicos de diferentes tendencias, bajo el paraguas simbólico de un cierto humanismo cristiano, en la que las Facultades técnico-económicas sirven de apoyatura a las Facultades humanísticas. Yo caí de pie, entre otras cosas porque me puse a investigar la cultura vasca, contactando con Barandiarán, Caro Baroja, Oteiza y luego Zulaika, proyectando la idea del “matriarcalismo vasco”, que tuvo un gran eco dentro y fuera del País Vasco, aunque algunos lo malentendieron como “matriarcado”, y otros como “matriarcarlismo”. En 1975 murió Franco, dejando en franquicia la gran transición político-cultural hacia la democracia española. Por fin.
Por fin cayeron los muros anquilosados, ay, de la patria mía. Hubo un tumulto continuado, manifestaciones y debates, violencia terrorista y cambio, desrepresión y desopresión. Era la etapa del destape y la movida, la liberación de las costumbres recias/reacias. Yo mismo quise participar en el jolgorio contracultural y me instalé en una preciosa buhardilla en el Casco Viejo, junto a la casa de Unamuno, donde por fin pude realizar un encuentro íntimo: el encuentro conmigo mismo, con mi alma o interioridad. Allí escribí mis simbólicas memorias tituladas “Mitología cultural”, que albergan textos inauditos, mientras paseaba en soledad por el amplio pasillo abuhardillado, oyendo música clásica y moderna, litúrgica y posmoderna, romántica y castiza.
5 (Madurez)
En esa buharda realicé una introspección a fondo, un viaje interior a mis fondos marinos, que me posibilitó tocar fondo aímico y emerger trasfigurado. Pues me dí cuenta de que mi filosofía no quería ser más racionalística ni abstractoide, sino cromática y alquímica, simbólica e imaginal, y de que yo no era un filósofo al uso sino un hermeneuta hermético y alambicado. Desde esas profundidades emergí lleno de fuerza creadora, abandonando la repetición de lo que decían los demás para poder decir lo mío, así pues para poder decirme. La consecuencia fue más adelante mi obra más sistemática, titulada “Metafísica del sentido”, en la que siento las bases de una filosofía de la coimplicación (el coimplicacionismo simbólico). En esta emergencia sería acompañado primero y después, siempre, por Luis Garagalza, luego por J. Beriain y finalmente por P. Lanceros, mis auténticos discípulos, colegas y amigos. Mi idea central era y es la de la mediación simbólica, aunque en aquel barullo posfranquista se trataba de una prédica en el desierto.
Y en plena euforia adviene lo eufórico, de nuevo aparece galana la amistad romántica, segunda entrega, al contactar en Portugal con Rui Ribeiro, a quien conocí en la ciudadela de Braga, en donde estuve conferenciando una semana, invitado por el profesor Sumares. Aunque Rui estudiaba en la Universidad del Miño, acudió a mis conferencias en el Anfiteatro de la Facultad de Filosofía, y allí descubrí su simpatía y su morenez oriunda de Lisboa. Durante varios años fue como mi secretario personal, ya que recién acabada su carrera hablaba cinco idiomas, por lo que no extraña su final ubicación en la sede europea de Bruselas. Nos divertimos y viajamos mucho, aunque el centro álgido de nuestras operaciones era la buhardilla con su encanto grutesco, pues parecía una gruta, cueva o caverna paleolítica en plan duplex, aunque flotando arriba en lo alto. Alguna vez tuve celos de tan lindo ático, ya que a Rui le agradaba tanto como a mí: nuestra relación parecía un triángulo, mediado por el encanto compartido de la cueva mágica.
Y bien, precisamente en este momento mágico, hete aquí que doy un paso atrás y me retiro o repliego al convento, léase al Hogar diocesano de Begoña, donde comenzara a vivir y donde sigo conviviendo hasta hoy con mis cofrades. Se trata de una residencia originariamente compartida por curas y laicos, en la que me siento tan cómodo por poder estar solo, aunque acompañado. Ya no podría vivir más tiempo solo en mi buharda, aunque fuera visitado por amigos, colegas o discípulos, y mi disposición a convivir con otro u otra, y no digamos a desposarme/esposarme, sigue siendo nula. Así que perdí un poco de libertad o altura existencial para ganar en necesidad o basamento esencial, pasando de lo mágico peligroso a lo majico saludable. De todas formas, no me cerré ni encerré, todo lo contrario, sino que comencé todo un ciclo de conferencias nacionales, así como de viajes internacionales, como el que me llevó inopinadamente a la Casa de la Poesía de Namur en Valonia (Bélgica), junto a Ángel Crespo, en la que no sólo conferenciamos y nos tradujeron al francés, sino que también escenificaron algunos de nuestros poemas teatralmente. Sin embargo, mi gran baza filosófica fue la conexión con el prestigioso Círculo Eranos internacional.
El Círculo Eranos nació en 1933 bajo la inspiración de C.G.Jung, teniendo sus conferencias veraniegas al sur de Suiza. Participé y colaboré en algunas sesiones, contactando con el gran G. Durand, el fundador de la mitocrítica, así como con M. Eliade y J. Hillman. Fruto de dicha colaboración es mi libro sobre C.G. Jung, así como la Revista y Suplemento Anthropos al respecto. Mi colaboración reforzó mi interpretación de la mitología vasca, abriéndola a otras perspectivas, como su comparación con la mitología nipona realizada con el prof.esor K. Taketani de la Universidad de Kobe (Japón), así como su presentación oficial en el Forum Alpbach en compañía del lehendakari Ardanza y Joseba Arregui.
Es también el momento de contactar en Madrid con el Foro del Hecho religioso, coordinado por J.L.Aranguren y J.Gómez Caffarena, así como con el médico psicólogo J. Rof Carballo y, en el ámbito catalán, con R. Panikkar y E. Trías, pero también con P. Ricoeur o Guatari, Antiseri y Laín o Zubiri (aunque no soy zubiriano). Todos ellos y otros, como H. Göttner y W.Ross, R. López-Pedraza o A. Márquez Fernández, me ayudaron a transitar la travesía del desierto cultural, condicionado por la superpolitización de la etapa posfranquista. Recuerdo que harto de nuestra (in)cultura filosófica, finalmente decido traspasar los límites del lenguaje y escribir Aforismos, una escritura a borbotones que ha proseguido hasta hoy mismo y que me ha liberado de corsés, un género lúdico/lúcido que había reprimido largo tiempo y ahora se desmelenaba y desquitaba (mi primer confidente aforístico fue M. Eguiraun, y el último el filólogo J. Abaitua con nuestros Blogs y Twitter de Deusto en internet).
He aquí que poco a poco mi obra filosófica se va articulando y reconociendo, de modo que la revista Anthropos dedica un número monográfico a mi hermenéutica, y algo después la Sociedad española de Psicología analítica, entonces dirigida en la Universidad R. Lull por Pere Segura, me nombre miembro de honor. Por entonces asisto a Congresos, doy entrevistas, llega el éxito de nuestro Diccionario de Hermenéutica así como las traducciones de algunos textos fundamentales, y alguna presentación especial (como por ejemplo la alemana de Tubinga por parte de Ibon Zubiaur y un famoso filólogo cuyo nombre he olvidado). Con todo ello alguien no ambicioso como yo ya puede ir descansando en paz. A este respecto resulta gratificante mantener el contacto con la masonería simbólica de J. Otaola, así como recontactar con G. Vattimo o J. Grondin a través de S. Zabala. Acaso lo más bonito sea la emergencia de nuevas empatías, así con el wittgensteiniano I. Reguera o con Rosa Mª Rodríguez Magda, directora de Debats, o bien con los mexicanos M. Beuchot y Blanca Solares. Naturalmente también cabría hacer un recuento de defecciones, pero ello resultaría más penoso.
6. (Vejez)
Vuelve por última vez la magia y lo mágico, lo luminoso y lo numinoso. En el último estadio antes de mi jubilación me visitaba el joven taiwanés Chuang Bo-Min, con el que me une una última amistad romántica, una última simpatía mutua, un último afecto o afección humana; y digo humana porque hay otros afectos importantes, por ejemplo respecto a los restantes reinos (mineral, vegetal, animal y celestial o divino), así como a los cuatro elementos clásicos. En mi caso los afectos se dirigen actualmente a perros, niños y viejecitos, así como al mar y al monte, al arte y la belleza. Ahora bien, en el caso singular de Chuang es como un último destello de la divinidad oriental, como un renacer o reverdecer en la vejez, como experienciar concretamente lo oriental personalizado, como un resplandor naciente de luz inesperada.
Desde mi perspectiva actual de jubilado, puedo rememorar los viajes, de Santiago a Sevilla, de Venecia a Miami, de Atenas a Jerusalén, de El Cairo a Nueva York, pasando por Flandes, Praga y el Rin alemán. La diferencia estriba en que de joven viajaba al norte en busca de calidad, mientras que de viejo viajo al sur en busca de calidez (acabo de pasarme un mes en Canarias)[1]. También puedo viajar visionando imágenes y símbolos, vídeos y filmes clásicos de Visconti o Eastwood, o bien posclásicos de los amigos J.L.Borau o Alex de la Iglesia, con sus astracanadas, aunque también ojear/hojear mi última obra imaginal titulada “Libro de símbolos”. Al ver semejante pulcra edición agradezco su labor a mis dos editores principales, Deusto y Anthropos, donde por cierto sigo coordinando la colección Hermeneusis.
Al volver la vista atrás uno redescubre la vida como un avatar continuado. Pienso lo que mi vida hubiera cambiado si mi padre hubiera estado ausente en la fatídica visita de su asesino, o bien si este hubiera encontrado al tío canónigo (algunos piensan que iba a por él). Pero también pienso lo que hubiera sido mi vida si no me hubiera encontrado en Innsbruck o no hubiera conocido a Michael, o bien hubiera conocido a la mujer soñada. En fin, pienso sobre todo lo que (no) hubiera sido mi vida de no haber nacido, o bien haber nacido piedra, y con ello vuelvo al principio gnóstico. Pues si la madre nos dona lo mejor, que es la vida, también nos condona y nos condena a lo peor, que es la muerte. Mas la muerte sólo puede conjurarse por símbolos cuasi religiosos de trascendencia o trasfiguración, los cuales se enfrentan a nuestra realidad intrascendente. Una vez más las imágenes nos salvan o liberan.
Menos mal que recibí del padre la entereza (su confesor dijo que perdonó a su asesino) y de la madre la aferencia (en sus cartas me colma de besos y bendiciones). La vida es dura como la muerte (porque se enquista), y la muerte es blanda como la vida (porque se hunde). En esta contradicción se resume bien el vaivén del mundo como avatar entre la necesidad y el azar, el destino y la libertad, la crudeza y la afectividad. Esta misma contradicción de los contrarios reaparece antropológicamente como tensión entre el amor y el desamor, el confidente y el difidente o disidente, la avenencia y la desavenencia, el amigo y el enemigo.
Ahora bien, la dialéctica crucial entre el amigo y el enemigo debería trocarse simbólicamente en la dualéctica entre colega, correligionario o cofrade y mero adversario, opositor u oponente (componente). Quiero recordar aquí un caso emblemático. Entre los enemigos creados en estos lares por la llamada “cuestión vasca” (con su componente terrorista que todo lo enturbia), se encuentra el conocido filósofo donostiarra, afincado en Madrid, Fernando Savater, cuya listeza político-cultural y valentía cívica admiro, aunque no su tono polémico y su lenguaje a menudo despectivo o despreciativo del otro en nombre de un yo cuasi heroico.
Pues bien, ha sido este “enemigo” revertido en civilizado adversario el que ha tenido la generosidad de calificar los aforismos que le envié en su día como “aforismos deliciosos y, a menudo, maliciosos”. En donde puede advertirse cómo un auténtico adversario no es un verdadero enemigo, sino alguien que sabe distinguir perfectamente bien entre el prosista y el aforista, la prosa y la aforística, disgustando quizás la una y gustando en su caso la otra. Esta historia anima mi teoría de la dualéctica y la práctica de la coimplicación de los contrarios, según la cual el adversario puede tener razón aunque el amigo tenga sentido. Pero también anima en el sentido de que, si el amigo aplaude bueno, mas si el adversario aplaude mejor.
Quiero terminar abruptamente. El editor amigo Esteban Mate me felicita en mi último aniversario con esta misiva algo trascendente: “felicidades, en tu lograda eternidad”. Bueno, es todo un desborde retórico, aunque puede entenderse la eternidad como eternidad simbólica. Lo cual me lleva a concluir toda esta perorata existencial simbólica, dualéctica, ambivalentemente. En efecto, encontramos en nuestra vida y existencia un rastro de sentido simbólico señalado específicamente por el amor, pero no encontramos ni el sentido ni el amor: solamente un cierto amor y un incierto sentido. Después de todo quizás la solución al enigma o misterio del universo esté en su disolución, una disolución que puede interpretarse nihilistamente o bien religiosamente (como el Buda).
En todo caso el hombre experiencia en el mundo tanto lo divino como lo demoníaco. Por eso nuestra conclusión es melancólica y obtiene ecos nietzscheanos: pues no hay sentido sin sentido, amor sin desamor, vida sin muerte, gozo sin dolor, nacimiento sin decesión. Pero mientras que el budismo predica evitar el dolor evitando el placer, occidente predica el placer evitando el dolor. Ahora bien, frente al pasivismo oriental y al positivismo occidental, propugnamos aquí la coimplicación simbólica, la cual afirma el gozo asumiendo críticamente el dolor. Porque todo gozo se sufre, toda alegría acaba doliendo y todo placer si no displace al menos se desplaza, por estar emplazado en este mundo inscrito en la coimplicancia de los contrarios
[1] Puede verse al respecto mi folleto Viaje sentimental al sur (Diario canario) Aula M. Alemán, Universidad de Las Palmas, 2010.