Símbolos artísticos
(de Galería de símbolos)
LA GIOCONDA: LA SONRISA DE LA ESFINGE
Los ojos de la Gioconda son rasgados o almendrados, orientales, y miran a un mismo tiempo ambivalentemente: blandos y duros, simpáticos y petrificadores, lascivos y penetrantes. Por el contrario, la nariz es larga y occidental, provocando una cierta seriedad en el rostro femenino. Por su parte, la boca cual acento circunflejo pareciera sintetizar los ojos oblicuos y la nariz recta en un rictus ambiguo pleno de misterio interior.
Completa el retrato una barbilla adolescente y unos pechos que oscilan entre el alabastro santo y la sensualidad pagana. Cierra el cuadro una mano de nácar plegada sobre la otra encima del brazo de un sillón.
Leonardo da Vinci ha pintado a Mona Lisa enigmáticamente, difuminando el color oscuro de su cabello y sus vestidos de acuerdo a la técnica del “sfumatto” y el claroscuro.
Pero este claroscuro recorre toda la pintura real y simbólica, ya que se entremezcla en la sonrisa de este famoso rostro tanto la ironía como la afectuosidad, la distancia y la cercanía. Se trata de una sonrisa contristante que sitúa su figura de Esfinge entre lo jocundo y lo siniestro, lo vital y lo mortal, la gracia y la fatalidad.
Ello se corresponde perfectamente con la propia filosofía de Leonardo, según la cual la potencia vital desea la fuga y la muerte (en su sentido de thánatos, requies o descanso), ya que la muerte se acaba burlando de la vida que ríe irreflexivamente. Pero entonces la Gioconda simboliza la vida misma en su belleza y truculencia, el amor mismo en cuanto gracia y pecado, la madre y la maternidad en cuanto mujer y feminidad sublimadas.
Mona Lisa representaría así a Demeter, la diosa en connivencia con el dios Dioniso, su hijo-amante. El cual simboliza a la vez la vida y el hades (la muerte), la naturaleza naturante y la naturaleza naturada o desvitalizada (inerte, mineral o fósil), eros y thánatos.
Probablemente se trata de una Demeter cristianizada que mira de soslayo cual Pietá renacentista (cristiano-pagana) a su hijo que vive, muere y resucita para volver a morir cíclicamente. De ahí esa sensación de movimiento inmóvil y de tiempo suspendido que emana del cuadro en medio de una atmósfera entre pagana y sagrada, mundana y trasmundana.
El propio filósofo M. Heidegger ha interpretado la verdad del ser, que es como decir la verdad del sentido de la existencia, como un oscuro enigma de carácter destinal: destino simbolizado por la muerte como repliegue de la vida a su misterio originario.
CRUCIFIXIÓN: EL CRISTO HIPERCÚBICO
La pintura de Salvador Dalí debe comprenderse como una regresión crítica de la consciencia al inconsciente, de lo real a lo surreal, del logos al mito, del mundo al sueño, de lo extrauterino a lo intrauterino, del devenir de la realidad a su revenir fláccido. La visión daliniana del mundo ablanda el espacio y reblandece el tiempo, tal y como se muestra paradigmáticamente en su obra Los relojes blandos.
El tiempo daliniano no es el tiempo lineal del progreso heroico sino el tiempo del regreso antiheroico. La dura realidad cósica o reificada se vuelve blanda y viscosa, delicuescente y carnosa. Por ello el Cristo hipercúbico de 1954 es un Cristo blando y comestible, eucarístico. Así interpreta pictóricamente Dalí el modernismo arquitectónico de Gaudí.
Se trata de una Crucifixión gloriosa, en la que un Cristo desclavado y libre celebra su humanidad resplandeciente. A su vera y abajo sólo permanece la Virgen barroca, pero no la Magdalena ni san Juan, que habrían sido absorbidos por este Cuerpo flotante que parece haber vencido a la muerte. Un Cristo rubio de cuerpo anaranjado contrasta con las negras tinieblas de su entorno.
La ausencia más significativa del cuadro es la del Dios Padre, ante el cual el propio Crucificado lamentara su abandono. Pero abandonado por su Dios Padre arriba y acompañado abajo por la Virgen Madre, Cristo se yergue como figuración central del Hijo-Hermano, autoafirmándose en su humanidad refulgente. La belleza del Cristo resulta aquí difusiva y contagiosa estéticamente. Pues Dalí mira al cielo a través de la carne.
Un tal Cristo que reflota ingrávido y extático en medio de una oscuridad cerrada es un Dios encarnado, el Logos hecho carne, donde la carne es carnal (eros). Este Dios hecho eros encarna aquí místicamente al héroe contracultural daliniano, con ese toque renacentista que remite filosóficamente a Marsilio Ficino y artísticamente al propio Miguel Ángel.
Este héroe místico y contracultural de carácter católico se apoya en la presencia humana de la Virgen Madre en medio de la ausencia oscura del Dios Padre. Pero este Cristo acoge la compresencia del Espíritu Santo implícito o implicado en su simbólica del amor fraterno, connotado aquí por ese amarillo dorado de la cruz cúbica y del manto de la Virgen. Sintomáticamente el Cristo suspendido comparece en posición de inspiración y no de expiración, ya lo adujimos, y la inspiración es propia del Espíritu que inspira un tal amor interhumano.