Símbolos existenciales
(de Galería de símbolos)
MUNDO EFÍMERO
Hay una larga tradición de crítica al mundo por efímero e insustancial, por lo peligroso y cruel. En Oriente se considera este mundo como ilusión (maya), en Occidente se considera como vano y flatulento (Eclesiastés). De aquí que sabios griegos como el Sileno deseen no haber nacido, mientras que literatos latinos como Horacio o nuestro Fray Luis de León aconsejen abandonar el mundanal ruido y retirarse a un recinto escondido.
En nuestro siglo de oro el poeta Francisco de Aldana expresa bien esta distancia frente al mundo y sus atributos en su poema “Reconocimiento de la vanidad del mundo”. El hombre es un peregrino en esta tierra, en la que no debe fundar hogar seguro por su falta de fundamento:
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo, tras tanto variar vida y destino, tras tanto, de uno y otro desatino, pensar todo apretar, nada cogiendo, tras tanto acá y allá yendo y viniendo, cual sin aliento inútil peregrino, ¡oh Dios!, tras tanto error del buen camino, yo mismo de mi mal ministro siendo, hallo, en fin, que ser muerto en la memoria del mundo es lo mejor que en él se asconde, pues es la paga dél muerte y olvido, y en un rincón vivir con la vitoria de sí, puesto el querer tan sólo adonde es premio el mismo Dios de lo servido.
Lo servido por lo vivido y viceversa, así piensa Aldana sobrevivir religiosamente en medio de la relatividad de este mundo fútil. Por su parte, nuestro poeta barroco Gabriel Bocángel, un siglo más tarde, realiza un ajuste de cuentas con este mundo en nombre de la futilidad, caducidad e infirmeza de todo:
Huye del sol el sol, y se deshace la vida a manos de la propia vida. ¿Qué teme pues el hombre en la partida, si vivo estriba en lo que muerto yace? Lo que se ignora es sólo seguro; este mundo, república de viento que tiene por monarca un accidente.
Ya en pleno siglo XX, Eloy Sánchez Rosillo recoge en su poema “Melancolía” esta tradición del paso inexorable del tiempo que todo lo sepulta:
Ardía una llama en nosotros que eterna parecía. Pero ha pasado el tiempo por tu vida y la mía. Y en esto se ha resuelto al fin la maravilla: ya no te necesito, ni tú me necesitas. Qué terrible es que nada dure, que en la semilla de cuanto llega a ser la muerte esté escondida. El fuego más hermoso concluye en la ceniza, la luz se vuelve sombra, y la verdad, ¿mentira?
Naturalmente la crítica más radical al mundo efímero procede del nihilismo contemporáneo, instalado en una visión pesimista de la existencia que se reclama de Schopenhauer y Cioran. En su poema “La memoria y la piedra”, escrito en México, Juan Luis Panero rubrica esta concepción negativa y negativista, denegadora de un mundo abocado a la nada:
Temblor, caliente olor, dos cuerpos enlazados rodando para siempre hacia la nada. Hoy has regresado –siempre regresas a esta ciudad donde la piedra venció al tiempo hace siglos. Sabes que aquí tuviste todo y no tuviste nada, sino este sol sobre los muros y los árboles. Igual que ahora, cuando otra vez la luz te ciega y el humo del cigarrillo rememora borrosas figuras, vagos gestos con los que te consuelas, cuando palabras, cuerpos, son ya tan sólo sombras -sombras a plena luz, humo en los ojos-, fantasmas que la resaca solivianta.
¿FELICIDAD? LAS EDADES DEL HOMBRE
Felicidad significa beatitud: un estado de bienestar eufórico, basado en la armonía de nuestros componentes y componendas vitales. Los cuales son tantos –salud, dinero, amor, éxito, realización- que resulta difícil mantener un tal estado felicitario largo tiempo. Por eso la felicidad se sitúa clásicamernte fuera de este mundo limitado, en el empíreo olímpico o en el cielo habitado por los dioses.
Los humanos sólo podemos obtener destellos de felicidad, momentos beatíficos, tiempos de bonanza o fortuna, suerte o buenaventura, pero no una bienaventuranza plena y permanente. De esta guisa, la felicidad sólo es el cénit de un nadir definido por la infelicidad, la miseria, el dolor y el sufrimiento. Pues la dicha humana limita con la desdicha humana, y ambas conforman el arco tenso de nuestra coexistencia en este mundo.
Han sido los clásicos satíricos los que han contrapuesto a la felicidad irreal la infelicidad real. En un famoso Soneto, nuestro Quevedo nos recuerda por qué nuestra felicidad raya con la infelicidad, enumerando las edades del hombre como otros tantos límites:
La vida empieza en lágrimas y caca, luego viene la mu, con mama y coco, síguense las viruelas, baba y moco, y luego lleva el trompo y la matraca. En creciendo, la amiga y la sonsaca: con ella embiste el apetito loco; en subiendo a mancebo, todo es poco, y después la intención peca en bellaca. Llega a ser hombre, y todo lo trabuca; soltero sigue toda perendeca, casado se convierte en mala cuca. Viejo encanece, arrúgase y se seca; llega la muerte, y todo lo bazuca, y lo que deja paga, y lo que peca.
En otro poema paralelo Ramón de Campoamor, vuelve a enumerar las desdichas del hombre a través de sus efemérides vitales:
De niño, en el vano aliño de la juventud soñando, pasé la niñez llorando con todo el pesar de un niño. Ya joven, falto de calma, busco el placer de la vida, y cada ilusión perdida me arranca, al partir, el alma. La paz con ansia importuna busco en la vejez inerte, y buscaré en mal tan fuerte junto al sepulcro la cuna. Temo a la muerte, la muerte todos los males consuela ¡Ah! la dicha que el hombre anhela, ¿dónde está?
Finalmente nuestro contemporáneo José Hierro ha descrito nuestra estación final. Según el poeta, el fundamento del ser yace en la nada que todo lo anihila y anonada: pues todo es para nada.
Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada, o después de todo supe que todo no era más que nada. Grito “todo” y el eco dice “nada”. Grito “nada” y el eco dice “todo”. Ahora sé que la nada lo era todo, y todo era ceniza de la nada. No queda nada de lo que fue nada. (Era ilusión lo que creía todo y que en definitiva, era la nada). Qué más da que la nada fuera nada si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada.
Quizás todo sea para nada y la nada para todo: a modo de origen y fin, sedimento o retranca del ser, vacío simbólico que posibilita la protuberancia real, ausencia mortal que condiciona la presencia real.