Es una obviedad señalar que vivimos tiempos convulsos y confusos. Basten dos ejemplos rápidos de actualidad: nunca se había producido un cambio en la jefatura del gobierno de un país coincidente con un cambio en la jefatura del estado, como acaba de suceder en Reino Unido; nunca habíamos dispuesto de tanta información, y nunca como ahora había sido tan complicado distinguir lo veraz de lo mendaz. La rapidez de los acontecimientos, sin tiempo para asimilar lo que pasa, para pensar a qué nos obliga y hacia dónde nos encamina, y la falta de referencias que nos permitan discernir son dos rasgos cruciales de este nuestro tiempo.
Así y todo, y a pesar de los esfuerzos y empeño de no pocos poderes por ocultar la realidad, hay consenso en torno al diagnóstico de lo que está pasando. No hay discusión sobre el cambio climático y sus desastrosas consecuencias: subida del nivel del mar, cambio en el régimen de lluvias alternando brutales inundaciones con sequías terribles, suelos, aire y agua contaminados, sobreexplotación de recursos naturales de todo tipo… Directamente relacionado con ese cambio, debido a la actividad depredadora e insostenible del ser humano, el incremento de las desigualdades está perfectamente documentado: los países industrializados, especialmente China, Estados Unidos e India, seguidos de los países de la Unión Europea y Japón, impulsan con su actividad el cambio climático, cuyos efectos más devastadores se hacen sentir en continentes como África, Asia o el sur del continente americano. Esos países están sufriendo un enorme deterioro social y político ligado a la precarización de las condiciones de trabajo, que supone disminución salarial, aumento de las jornadas y pérdida de derechos laborales. Añadamos la perspectiva del hambre: 7.900 millones de personas habitamos el planeta en este momento; al menos 2.300 millones no pueden alimentarse correctamente mientras que otros 2.000 millones padecen sobrepeso y cada día 24.000 personas mueren debido a la falta de agua potable; en cuanto a las condiciones laborales, en muchos lugares son formas contemporáneas de esclavitud: 50 céntimos de dólar por hora en jornadas de 60 horas semanales sin condiciones de salubridad ni garantías jurídicas de protección. Por supuesto, la guerra y la amenaza nuclear ahí están. El conflicto que enfrenta a Rusia con Ucrania tiene en jaque a toda Europa…. Y al mundo: el grano, la energía, distribución de alimentos…..con consecuencias económicas y sociales en todo el planeta cuya expresión más evidente son los flujos migratorios con riesgo de la propia vida, como vemos cada día en el Mediterráneo o en Centroamérica y México camino de los Estados Unidos. La guerra en Palestina, enésimo estallido de una tensión que lleva cultivándose desde 1948 contraviniendo el derecho internacional y diferentes resoluciones de Naciones Unidas no hace sino añadir oscuridad a un panorama de por sí lúgubre.
Los problemas mencionados tienen en común algunas características muy relevantes: ponen de manifiesto que no hay rincón del planeta que escape a las derivadas de esta tormenta perfecta. La interdependencia que hace unos años destacó Zygmunt Baumann como forma de relación central de los procesos de globalización muestra ahora su rostro más cruel. Interdependencia que tiene un carácter estructural: la forma de vida, el modelo relacional entre personas y con la naturaleza no es cuestión individual, sino un asunto que configura la manera en que aprendemos a ser personas y a comportarnos como si eso fuese lo único que podemos hacer. En consecuencia, no se trata de que modifiquemos comportamientos individuales o incluso grupales: necesitamos cambiar todo el modelo económico, social, político y ecológico para frenar la catástrofe que ya ha comenzado a golpearnos. Y, si esto es así, entonces tenemos que pensar en que poco podremos lograr si la respuesta y las medidas adoptadas no son asumidas por todos los actores relevantes en el planeta: los estados, las grandes corporaciones, las instituciones de alcance global, como Naciones Unidas o las Iglesias Cristianas, la Comunidad Islámica y Judía y las Religiones del mundo.
Uno de los instrumentos más eficaces, a pesar de todo, del que disponemos para buscar respuestas eficaces a esta urgente situación son los Derechos Humanos. Hace unos años, en un curso de formación para líderes indígenas sobre Derechos Humanos un dirigente Aimara manifestó, con muy buenas razones, que no podía comprender el lenguaje de los derechos. Explicaba que cuando nació, los cerros, los ríos, los árboles y animales, el cielo y la tierra y su comunidad ya estaban ahí, y tuvo que aprender cuáles eran sus obligaciones para con todos ellos, como respetarlos y cuidarlos para formar parte de esa realidad, sabiendo que si lo hacía así sería acogido y cuidado. ¿Dónde cabían ahí los derechos? Esta objeción es muy seria y debe ser atendida. Si entendemos los derechos como exigencias que presento a mi entorno para defenderme de él porque agrede mi libertad (esta sería la forma de leer e interpretar los Derechos Humanos más cercana a las posiciones liberales y neo-liberales), entonces no hay manera de que los derechos sean humanos y universales, porque tanto el entorno natural como cualquier otro ser humano es considerado una amenaza. Por tanto, todas las cosmovisiones indígenas, por ejemplo, quedarían fuera de lo que podríamos llamar humano, y esto es inaceptable.
Ahora bien, esta no es la única forma de entender los Derechos Humanos. Podemos leerlos no solo como mecanismos de protección contra poderes salvajes normalmente ejercidos por estados o corporaciones empresariales, sino sobre todo como las condiciones que son imprescindibles para que todo ser humano, cualquier ser humano, en cualquier rincón del planeta y en cualquier época, pueda vivir una vida acorde con su dignidad. En otras palabras: los derechos humanos son “gramáticas de la dignidad humana”. Una gramática es un conjunto de reglas que permiten expresarse correctamente en un idioma y decir cuanto se quiere y se debe decir para poder comprender y ser comprendido. Hay tantas gramáticas como idiomas, es decir, hay muchas maneras de expresar lo que consideramos el mundo y la relación que tenemos con él. Y todas son adecuadas, y desarrollan facetas distintas, complementarias, de esa humanidad que así se manifiesta. Esa diversidad humana compone un magnífico mosaico, lleno de color, sabor y sonidos, que tiene en común la dignidad de los seres humanos. Esa palabra pone nombre a la percepción de que cada ser humano es singular y único. Que con su nacimiento irrumpe en la historia una radical e irremplazable novedad que tiene que ser vivida, desarrollada, exprimida al máximo con un doble compromiso: ese ser único y singular necesita poder decidir cómo quiere vivir y hasta donde desplegar la humanidad que alberga, y la comunidad humana que le recibe tiene que poder hacer posible ese despliegue en unas condiciones apropiadas. Cuando esa simbiosis sucede, la vida florece. Cuando la relación es parasitaria, algunos ganan, muchos perdemos, y no hay forma de recuperar lo perdido.
Los derechos humanos se pensaron como un marco universal de justicia cuyo objetivo era salvaguardar ese delicado equilibrio entre individuo, sociedad y naturaleza. Se expresaron en una declaración, porque no obedecen a la voluntad del ser humano imponiendo un modo de ser, sino que son el reconocimiento del marco en el que la vida humana surge y se desarrolla, y cómo cuidarlo y preservarlo. Todas las experiencias históricas que atesoramos hasta la fecha muestran que, cada vez que hemos alterado ese equilibrio soñando con imponer nuestra voluntad ignorando las necesidades y capacidades de los entornos naturales, la cosa ha terminado en catástrofe. La libertad del ser humano no es omnímoda. Está siempre situada, ligada a un contexto, y cuidar el entorno natural y social es la manera de cuidar la libertad y la dignidad de los seres humanos. De todos y cada uno de ellos.
Sería absurdo pensar que podemos desligar el cuidado de la dignidad del ser humano de las condiciones materiales y naturales que rodean la vida. Sería estúpido y suicida que no tuviésemos en cuenta las condiciones materiales y naturales de las generaciones futuras, que no tendrán margen posible de maniobra para revertir daños al entorno natural que podamos causar: no hay modo de devolver el bosque o la selva a los terrenos desertificados. No podemos alimentarnos de desechos tecnológicos ni vivir sin agua. No podemos hacer frente a enfermedades y pandemias sin los recursos que la naturaleza ha desarrollado para limitar su alcance. La interdependencia es, en primera instancia, una cuestión ecológica, además de social, política y económica. Por eso es imperativo, urgente, inaplazable, que, como ciudadanos, como creyentes, como instituciones social y políticamente relevantes, asumamos el cuidado, la promoción, la defensa, de los Derechos Humanos. Y se haga en todos los niveles: en las comunidades, en los municipios, departamentos o provincias, en los estados, en las instituciones internacionales.
Aquí hemos de enfrentar una paradoja crucial: por mucho que los comportamientos individuales sean necesarios e importantes y reduzcamos residuos, reciclemos, huyamos del consumo innecesario, busquemos formas alternativas de generar, distribuir y consumir electricidad, consumamos productos de temporada y de proximidad, etc… si no se tocan las grandes estructuras económicas y políticas que han encarnado estas insostenibles formas de relación entre seres humanos y de ellos con el planeta, no estamos atajando el problema. Lo que hay que transformar es lo que se llama “pecado estructural”, o “crímenes sistémicos” o “injusticia estructural”. Por dos razones inapelables: porque en los últimos cuarenta años el sistema de relaciones interdependientes que hemos implementado han hecho imposible determinar quién es el sujeto de una acción y cuál es su resultado. Es decir: si no hay acción clara, resultado claro relacionado con ella, agente identificable y damnificado aislable, no es posible establecer responsabilidades. Además, los afectados suelen ser poblaciones enteras o la humanidad en general, por resultados que son el decantado final de un agregado de acciones muy alejadas en el tiempo, el espacio y la intención de sus respectivos actores. Por tanto, siendo el comportamiento personal importante, siendo necesario para encarnar el compromiso con el cuidado del planeta y los derechos humanos. Siendo incluso una importante, desatacada y muy necesaria palanca de transformación social, solo si se organiza en instituciones, movimientos y colectivos que se juntan y promueven el cambio, serán realmente efectivos.
El mayor y más importante servicio que podemos prestar a la necesaria transformación de nuestra época es el apoyo y promoción a todos los movimientos sociales, instituciones públicas locales, nacionales e internacionales comprometidas con el cuidado de la casa común y los derechos humanos. En la situación que hemos descrito y con las herramientas de las que disponemos, es posible frenar el desastre que ya ha comenzado. Ni tenemos tiempo para discusiones baladíes sobre protagonismos y decisiones sobre quién tiene razón, ni podemos hacerlo solos. Hay ya movimientos globales planteando alternativas factibles y ya en marcha que apuntan a otras formas de vida, de globalización, de consumo, de economía, de ejercicio del poder político, de estructura social, de relación con la naturaleza que ayudarían significativamente a cuidar y reparar algunos de los daños ya generados. Quizá sea posible tejer alianzas, buscar acuerdos, diseñar planes de acción… Hemos visto recuperar espacios naturales en proceso de desertificación. Conocemos proyectos que han mejorado la vida de comunidades campesinas simplemente escuchando la naturaleza y prestando atención a sus posibilidades: cambiar cultivos y formas de explotación, generar acuicultura, plantar lo que necesitan los polinizadores para hacer su trabajo, economía circular, finanzas éticas y solidarias…. La decisión de apoyar estas alternativas, es una decisión ética y política. Es un compromiso real desde la justicia para generar condiciones de paz, de dignidad. Y es, sobre todo, ante todo, una decisión de carácter institucional.
Javier Martínez Contreras – Centro de Ética Aplicada
Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Deusto