En los últimos años hemos añadido un nuevo insulto al catálogo de improperios que lanzamos contra personas o colectivos que consideramos intransigentes. Les tachamos de «fanáticos», «radicales», «integristas», «dogmáticos»… y «fundamentalistas». Pero, ¿cuál es el origen de este término?
Por muy sorprendente que nos resulte, «fundamentalista» fue la autodesignación de un grupo de cristianos evangélicos norteamericanos allá por la década de 1920. La primera vez que encontramos el uso intencionado de este término es en la colección de doce volúmenes titulada The Fundamentals, publicada entre 1910 y 1915. Financiada por el empresario californiano Lyman Stewart, en ella se rechazaban en un tono beligerante y a partes iguales el modernismo teológico y el darwinismo, considerados las grandes amenazas para la fe cristiana del momento. Así, el movimiento empezaba autodefiniéndose «en contra de» toda corriente de pensamiento o avance científico que se percibiera como hostil a las propias creencias, actitud que todavía caracteriza al fundamentalismo contemporáneo.
Cinco años después, el editor de la revista bautista Watchman-Examiner, Curtis Lee Laws, glosaba el 1 de julio de 1920 la reciente Convención Bautista del Norte en su artículo «Convention Side Lights» y afirmaba que «aquellos que todavía se aferran a los grandes fundamentos y aquellos que pretenden dar la batalla […] deben ser llamados ‘fundamentalistas'». La novedosa autoproclamación nacía acompañada de una retórica belicista que auguraba la beligerancia que caracterizó a los movimientos cristianos conservadores por aquel entonces y que sigue caracterizando a los movimientos fundamentalistas en las sociedades actuales.
El uso que hacemos hoy del término «fundamentalista» trasciende este origen histórico y se aplica en sentido lato a un fenómeno que recorre transversalmente a toda religión que cuenta con libros sagrados: la lectura descontextualizada de unos textos considerados autoritativos, inerrantes y autoevidentes, que renuncia al pensamiento crítico. Esta lectura se realiza sobre el trasfondo de una sociedad secularizada, compleja y cambiante, que el fundamentalismo considera abocada a la ruina moral al haber ninguneado a la tradición religiosa en cuestión. Uno de sus mayores intereses será, en consecuencia, identificar y contrarrestar los procesos sociales que han provocado su arrumbamiento interviniendo en la política del país, tal y como observamos en el caso de Focus on the Family (EE.UU.).
Si tomamos como punto de partida el fundamentalismo histórico, el enemigo externo a la fe cristiana resultaba fácil de señalar: como queda dicho, se trataba de la teoría darwiniana de la evolución de las especies. De Gran Bretaña llegaban novedosas teorías que cuestionaban la lectura literal del relato creacional de la Biblia (Gn 1-2) como fuente de conocimiento científico, de ahí que en Tennessee, Mississippi y Arkansas se llegara a prohibir que los profesores de biología enseñaran dichas teorías en las aulas. Por ejemplo, el estado de Tennessee aprobó en 1925 el Acta Butler, la cual decretaba que «…será ilegal para cualquier profesor de cualquier centro público enseñar cualquier teoría que niegue la historia de la divina creación del hombre tal y como se enseña en la Biblia, enseñando en su lugar que el hombre desciende de un orden inferior de animales».
Para los fundamentalistas, Darwin era una amenaza que atentaba contra la fe misma. Seguían la opinión del afamado reverendo y teólogo presbiteriano Charles Hodge, quien afirmaba en su libro What is Darwinism? (1874) que el darwinismo no era más que una forma de ateísmo, ya que excluía el diseño divino a la hora de explicar el nacimiento del ser humano. En la actualidad, la todavía persistente confrontación entre ciencia y fe es heredera directa de esta idea, como es el caso de la tensión entre creacionismo y evolucionismo en el contexto cristiano –aquí podríamos incluir la variante del «diseño inteligente»–, según la cual la teoría de la evolución es incompatible con las enseñanzas bíblicas.
En segundo lugar, el enemigo interno de los fundamentalistas de principios del siglo XX también llegaba de allende el mar. Desde finales del siglo XVIII, en Alemania se había venido desarrollando una nueva metodología de análisis de la Biblia, la llamada Alta Crítica o métodos histórico-críticos, que incorporaba herramientas de análisis provenientes de la filología, la historia y la arqueología. A ello se añadía una teología liberal que ponía en solfa algunos de los dogmas cristianos más espinosos para la época, como la virginidad de María la madre de Jesús o la resurrección de los cuerpos.
Esta lectura crítica de los textos bíblicos implicaba una segunda amenaza al cuestionar la autoría de los libros o la historicidad de las narraciones, y con ello, la autoridad misma de la Palabra de Dios que dependía de una concepción muy particular de «inerrancia bíblica», a saber: que el cristianismo posee certezas absolutas e intemporales, que los textos bíblicos son autoevidentes y aplicables a la sociedad actual sin ningún tipo de mediación hermenéutica. Los fundamentalismos actuales, aun reconociendo las variantes propias de cada tradición religiosa, también se hacen eco de estas afirmaciones que acompañan de un ideario político, cuanto menos conservador si no integrista: la defensa de un determinado modelo único de familia que se califica de «tradicional» o la afirmación de la existencia de una «ideología de género» son algunos ejemplos de esta connivencia.
Por último, junto a los dos enemigos anteriores, los autoproclamados cristianos fundamentalistas norteamericanos del siglo pasado identificaban a los traidores, que no eran otros que los representantes del «evangelio social» autóctono, con el congregacionalista Washington Gladden a la cabeza. Éstos criticaban el modelo socioeconómico por excesivamente individualista y promulgaban que la construcción del reinado de Dios exigía tanto la denuncia de las injusticias que sufría la clase obrera, como la defensa de sus derechos laborales. Popularizaron la pregunta “¿Qué haría Jesús?”, subtítulo de una afamada novela del ministro congregacionalista Charles Monroe Sheldon, En sus pasos (1897).
En este caso, la amenaza se cernía sobre el «auténtico» mensaje de la cruz, que ponía en el centro de atención el concepto de pecado y la responsabilidad individual. Los fundamentalistas históricos no se consideraban como una corriente más dentro del cristianismo, sino como la única forma legítima del mismo. Una vez más, los fundamentalismos de nuestro tiempo también están especialmente interesados en anatemizar a quienes dentro de la propia confesión religiosa no comparten su modo de entender la tradición, la interpretación y aplicación de los textos sagrados, la relación con la sociedad, etc. Se consideran una minoría fiel y pura, amenazada por una mayoría que se ha desviado de los principios fundamentales e innegociables.
De la mano de los fundamentalistas del siglo XX, América del Norte emergía como la nación responsable de defender la civilización cristiana de los ataques de unos adversarios que buscaban el derrumbe de su forma de vida, amparada en una comprensión literal de la Biblia y sostenida sobre los pilares de la Iglesia y la escuela. Si dejamos a un lado lo específicamente cristiano de la descripción anterior, podemos concluir que los fundamentalismos religiosos contemporáneos comparten este mismo imaginario que promueve identidades excluyentes ancladas en un pasado idealizado, al tiempo que cerradas al pensamiento crítico que caracteriza la modernidad.
Lidia Rodríguez Fernández
One Response
Gracias profesora Lidia,
Aclarar términos y comprender orígenes de los mismos nos ayuda en su uso, que a veces pueden sonar peyorativos, pero contienen significados importantes. Al vivir en EE.UU. usamos mucho el témino para la descripción de las corrientes más conservadoras del cristianismo nacionalista americano dentro de nuestra tradición bautista, un verdadero dolor de cabeza para la iglesia de estos lares.