Como cada tercer jueves de noviembre desde 2005, se celebra hoy el Día Mundial de la Filosofía, promulgado por la Unesco. Según este organismo internacional, la filosofía proporciona las bases conceptuales de los principios y valores de los que depende la paz mundial. Es decir, la democracia, los derechos humanos, la justicia y la igualdad.
De entre los objetivos marcados por la UNESCO para la efeméride, destacamos de tres de ellos: promover la investigación y el análisis filosófico sobre los grandes problemas de la humanidad para poder responder mejor a los desafíos del mundo contemporáneo; concienciar a la opinión pública sobre la importancia de la filosofía y su utilización para tomar decisiones importantes, y subrayar la importancia de su enseñanza para las generaciones futuras. ¿Puede todo esto la Filosofía, así, en general? Y si puede todo esto, ¿para qué necesitamos un día mundial que nos recuerde lo que, en principio, sería obvio? ¿O no lo es tanto y, en consecuencia, necesitamos prestar atención a algo valioso?
Los datos dicen que desde el curso 2015-2016 al curso 2020-2021, el alumnado cursando estudios de Filosofía en nuestro país se ha incrementado en un 33%, rozando las 10.000 personas. Parece que este incremento es achacable a la visibilidad de salidas laborales más allá de la docencia y la investigación; a la necesidad de escrutar el sentido de la propia vida y comprender el mundo en que vivimos; al hecho de que los filósofos borden las destrezas “STEM” que tanta demanda tendrán en el futuro inmediato como reconoce el informe “España 2050”, y a que empresas tecnológicas punteras lleven décadas contratando filósofos para sus equipos de estrategia y desarrollo. No está mal, pero…. ¿el valor de la Filosofía ha de ser pensado desde su demanda -siempre coyuntural- o una determinada utilidad? ¿O hay algo más?
Decía Hegel, con buen criterio, que en Filosofía es imprescindible conocer su historia, porque esa es la fuente que nos permite aprender a pensar. Lo que no nos dijo es que esa historia es un cajón de sastre en la que hay de todo. Porque todas las filosofías son la Filosofía, y, a la vez, ninguna lo es. Cada pensador y cada sistema filosófico son un momento necesario de la elaboración de la Filosofía, que sería un saber en construcción. Por eso, hacer Filosofía, aprender Filosofía, es adentrarse en la Historia de la Filosofía desde una doble perspectiva. Para conocer las preguntas y el mejor modo de plantearlas, y para conocer los ensayos de respuesta -siempre ligados a sus condicionamientos históricos- y discernir qué hemos heredado de ese pasado que nos configura. La tarea siguiente es cribar la herencia: deshacernos de lo prescindible y quedarnos con lo imprescindible, con lo que resiste el paso del tiempo para permitirnos ensayar nuevas respuestas. Ningún otro saber guarda una tan estrecha vinculación con su historia. Una galería en la que podemos hallar lo más noble y lo más abyecto, los argumentos que sostienen las miradas más críticas, junto con aquellos que sostienen dogmatismos intransigentes; el pensamiento más sensible y comprometido con la mejora de la realidad humanas, y el más escapista y elucubrador, auténtico ejercicio de hipnotismo al servicio del poder.
Esta es una de las raíces intangibles del enorme valor de la Filosofía. Aprenderla es aprender qué y quién es el ser humano, hasta dónde puede llegar, conocer sus límites y sus desmesuras, sin necesidad de someternos a extraños, irreales y peligrosos experimentos. La mayoría ya han sido hechos y reflexionados: solo tenemos que asomarnos a sus testimonios y aprender las miradas que los seres humanos hemos arrojado sobre nosotros mismos, sobre el mundo, la historia, la naturaleza y nuestros esfuerzos por comprender toda esta complejidad.
¿Cuál sería la dificultad más seria a la que se tiene que enfrentar hoy día la Filosofía? ¿Cómo mostrar su potencia, su capacidad, más allá de lo ya mencionado y que merece el esfuerzo de preservación, allende los volátiles mercados laborales o los intereses de una economía que ni siquiera ha comprendido los límites de su sostenibilidad?
Dos serían los obstáculos más serios en estos tiempos. El primero de ellos es la tan contemporánea reducción del pensamiento al cálculo. Hemos decidido que lo pensable es lo que puede ser calculado, y todo aquello que no puede ser expresado en cantidades, no es relevante, no cuenta. Curioso, cuando, precisamente cuanto nos lacera, causa sufrimiento o, por el contrario, nos acerca a ese apetecido estado que llamamos felicidad es, justamente, lo incalculable, o mejor, lo indisponible. Por otro lado, el cálculo no trabaja con conceptos, categorías e ideas, que son los elementos fundamentales con los que la Filosofía indaga su tiempo. El cálculo establece relaciones entre factores, pero no se hace cargo de aquello que, siendo parte irrenunciable de la realidad, no puede ser reducido a variable o expresado en una forma de relación de un sistema axiomático. Desatar el nudo de la reducción del pensamiento al cálculo, es recuperar aquella parte paradójica de la realidad de la que se hace cargo expresamente la Filosofía.
El segundo gran obstáculo son los modos del tiempo en las sociedades tecnológicas. El trabajo de la reflexión es cualquier cosa menos inmediato. Tiene sus tiempos, muy alejados de la inmediatez o de la rapidez con la que suceden hoy los eventos. Está reñido con el torbellino, la prisa, la confusión y el desconcierto. Porque tiene que sopesar opciones, templar y afinar argumentos, adoptar posiciones, decidir comportamientos, elaborar propuestas, despejar incertidumbres, o asumirlas como inevitables y encontrar el modo de navegarlas. Y todo eso requiere maduración, proceso, otros modos del tiempo. No se trata tanto del logro, del resultado. No ha habido nunca corriente de pensamiento o autor que no haya sido discutido, negado, cribado y sometido a crítica. Se trata siempre del camino de un pensamiento que solo puede estar de paso, que no puede aposentarse en una conquista, si es que lo fuese, porque sigue transcurriendo la historia y planteando nuevos desafíos, nuevas exigencias, problemas insospechados, evitables sufrimientos.
La Filosofía, volviendo a Hegel, aprende cuando lo acontecido adquiere la forma del pasado. A lo sumo, puede elaborar propuestas que proyecten un futuro bajo el prisma de lo mejor, pero su tarea no es predecirlo, sino discutirlo y anticiparlo, informando y formando tanto nuestra libertad como los criterios que guían nuestra acción. ¿Seguirá siendo esto valioso o preferiremos dejarlo en mano de los algoritmos? También esa es una opción… o una dimisión… y la Filosofía tiene algo que decir al respecto.
Javier Martínez Contreras, Director del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto