No es nuevo, como ocurre en toda conflagración la crueldad que puede manifestar el ser humano debe convivir con su capacidad para la solidaridad, una terrible contradicción que se ha puesto de manifiesto en todas las guerras y que ahora también se evidencia. Tras la invasión por las tropas rusas de Ucrania hemos comenzado a ver la cara más terrible y cruda de una guerra: edificios destrozados, heridos, violaciones, sufrimiento, muertos y refugiados. Aun con las reservas iniciales, pues en un mundo de fake news todo se cuestiona, si se confirma que las terribles imágenes de la matanza cometida en la ciudad de Bucha son ciertas estaríamos hablando ya de crímenes de guerra.
Desde que el ejército ruso, siguiendo las órdenes de Vladimir Putin, penetró en territorio ucraniano el 24 de febrero, la vida de miles de personas (hoy en día son numerosas las organizaciones que hablan ya de millones) dejó de ser una existencia normal para convertirse en una pesadilla. Sentados a miles de kilómetros, desde nuestra cómoda perspectiva de occidentales a salvo, no podemos ni imaginar lo que supone ver morir a seres queridos, no tener una casa donde dormir, verte obligado a buscar comida en los apartamentos de vecinos fallecidos, portar todas tus pertenencias en una maleta, suplicar una dosis de insulina en una farmacia derruida o renunciar al amor de alguien perteneciente a la etnia o comunidad enemiga. Y por mucho que las televisiones nos edulcoren el hecho con vídeos de jóvenes cantando el himno patrio, lo único real es que Ucrania está quedando devastada, a sangre y fuego, por la falta de compasión demostrada por el actual presidente ruso, un hombre más conocido por sus métodos de eliminación de adversarios políticos que por su humanidad.
El paisaje después de la batalla, “operación militar especial” es el eufemismo adoptado por los órganos de prensa del Kremlin, nos muestra ciudades derruidas y cuerpos despedazados, pero destrozadas quedan también otras muchas cosas: el alma, la dignidad, la felicidad, las relaciones, la posibilidad de vivir juntos iguales y diferentes. Ante este oscuro presente, y sin un futuro claro, las poblaciones huyen y abandonan su tierra (sin que esto suponga justificación alguna, recordemos que algo similar ocurrió con muchos rusos que tuvieron que huir después de la violencia desatada tras la “Revolución del Euromaidán” en 2014, no olvidemos asesinatos como los acaecidos en Odessa y cometidos por los ultranacionalistas ucranianos), como siempre que se producen este tipo de movimientos con un solo objetivo: vivir. Esa es la fuerza que arroja fuera de sus lugares de nacimiento a migrantes y refugiados. Un enorme ejército de exiliados que recorren el planeta, los mismos a los que Bauman denominó “vidas desperdiciadas de la modernidad”, y que no han surgido ahora, en 2022, sino que han estado ahí siempre, fruto de las mismas motivaciones de poder o económicas, aunque hasta hoy no los hayamos querido ver.
Desde que comenzaran a llegar los primeros refugiados a las fronteras de Polonia (2.340.300), Moldavia (389.200), Hungría (365.000), Eslovaquia (281.200) o Rumanía (607.000), me llamó la atención la celeridad con la que la UE se aprestó a acogerlos. Esta posición chocaba frontalmente con la mantenida antes por Europa, especialmente por estos países ahora “acogedores” integrados en el denominado “Grupo de Visegrado”, con respecto a aquellos hombres, mujeres y niños que huían de la guerra de Siria, Libia, Afganistán, Yemen, Mali y otros lugares. Una tragedia humanitaria que en 2015 se denominó «La crisis de los refugiados» y que todavía mantiene sus crueles consecuencias en campamentos infames situados en Grecia, y otros lugares, como los de Lesbos, Samos o Lebos. Por eso resulta un tanto desconcertante, amén de sospechosa (aunque indudablemente no deje de aplaudir ese cambio de actitud), la calurosa acogida que ahora se presta, de repente, si la confrontamos con la hostilidad mostrada frente a migrantes y refugiados hace tan sólo unos años. ¿Por qué este cambio de actitud?
Poco han tardado numerosas ONGs en denunciar que en esa frontera norte de Europa se permite el paso a todo aquel que tenga un fenotipo determinado y se les impide a otros. No sólo organizaciones como ACNUR, también la Unión Africana ha denunciado estos hechos. Blancos, caucásicos, occidentales ven franqueadas las fronteras, pero contingentes de subsaharianos, en especial nigerianos y eritreos, de rostro más oscuro seamos claros, ven impedido el paso. Entiendo que, en la actual situación bélica, se deba priorizar la ayuda hacia quienes huyen del terror provocado por la política ultranacionalista de Putin, pero ¿Acaso no huyen de ese mismo horror otros refugiados y migrantes que, con otro color de piel, buscan también un futuro mejor? Incluso en este difícil y terrible momento nuestro eurocentrismo aflora allí donde los abrazos son generosos y blancos, mientras que el rechazo se muestra oscuro, tanto como la piel de los rechazados.
Europa ha reaccionado correctamente ante un contingente de desplazados nunca visto desde la IIª Guerra Mundial: CEAR lo sitúa alrededor de los 10 millones. No obstante, es necesario recordarle, recordarnos, que la defensa de los Derechos Humanos, reflejada en las directivas de protección temporal y de asilo, no es puntual, sino siempre y en todo momento. Fue nuestro querido Xabier Etxeberria Mauleon quien nos enseñó que los DDHH son universales y que lo “humano irreductible” los inspira siempre y en todo lugar. Por ello desde una perspectiva ética hemos de señalar que la dignidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad no son negociables según a quien consideremos acreedor de ellas: son para todos los seres humanos, independientemente del color de sus ojos.
Sin duda Europa debe sentirse orgullosa de la solidaridad mostrada en este momento en su frontera norte. Pero también es necesario que la UE recapacite sobre su comportamiento pasado. Reflexionemos sobre ello, pues resulta triste constatar que, en demasiadas ocasiones, la inhumanidad ha venido tanto de la mano de la violencia como de la mano de la incoherencia.
Jesús Prieto Mendaza