Artículo publicado en El Correo (07/08/2023)
Las fiestas en honor de la Virgen Blanca comenzaron para mí el día 4 de agosto con sabor a despedida, una despedida con nombre: Gorka. Un Gorka Ortiz de Urbina emocionado que, con un gentío entregado, representó por última vez y con especial celo el papel del mito profano y popular de nuestras fiestas, que es Celedón. Pero yo quise también ver en la balconada de San Miguel, al observar a la nueva alcaldesa Maider Etxebarria (por cierto, la veo desenvolverse muy bien en su nuevo rol de regidora de nuestra ciudad), otra despedida, la de Gorka Urtaran. Ambos dos Gorkas; ambos amigos entrañables a los que mucho debo; ambos representando sus distintos papeles con dedicación indudable y ambos, por encima de otras muchas consideraciones, excelentes personas.
Así que después del adiós de Gorka, el guion de nuestras fiestas patronales volvió a cumplirse escrupulosamente, sin verse especialmente afectado por ciertas polémicas sucesorias. Las vísperas se celebraron como el protocolo municipal exige y la Procesión de los Faroles volvió a circular por las calles del centro de la ciudad ante la presencia de vitorianos y vitorianas que se mezclaban con una evidente amalgama de turistas que nos visitan atraídos también por la fiesta. Tan sólo un punto negro a anotar en la jornada inicial: la agresión machista sufrida por una joven durante la noche.
El día 5, día grande de nuestro tiempo festivo, se inició con el Rosario de la Aurora, un momento realmente curioso en el que quienes, madrugadores, nos desplazamos para asistir a ese ritual religioso nos cruzamos por la calle con los trasnochadores que vuelven, algunos con problemas evidentes de estabilidad, a sus casas. Los blusas y neskas, después de las dianas que ofrece la Banda Municipal, dirigida por el magistral Luis Orduña, se distribuyen por la ciudad a ritmo de txistu, tamboril o música de las distintas fanfarres, para animar la ciudad e invitar a propios y forasteros a saltar y disfrutar de esta fiesta de calle. Almuerzos, comidas y el paseillo de la tarde se celebraron con la normalidad esperada. Algunas cuadrillas cdestacan por que sus integrantes saltan más y otras porque son eminentemente “paseantes” de vasos de plástico; unas llevan ingeniosos vehículos cargados con meriendas o bebidas espirituosas y otras tan sólo destacan por la pistola de agua como máximo exponente de avanzada “tecnología blusil”. Es lo que hay. Mención especial a la decepción sufrida por muchos padres y madres que esperaban poder sacar una fotografía a sus hijos con los bueyes o el burrito de la cuadrilla Batasuna y que se quedaron, había que ver las caritas de algún txiki, sin poder realizarlo. No sé de quién será la culpa, pero apostaría a que de alguien que no sabe apreciar el alto valor etnográfico que supone exhibir una joya así, fiel reflejo de nuestro pasado agrícola reciente.
El domingo 6, día de los Celedones de Oro, se inició con la visita a los Celedones de Oro fallecidos, en el cementerio de Santa Isabel. Sonidos de txistu y tamboril entre cipreses para recordar a quienes nos precedieron. Ceremonia religiosa en San Miguel y acogida, en la capilla de la Virgen Blanca, a los nuevos Celedones de Oro: Gorka Ortiz de Urbina y María Elisa Rueda. No olvido la celebración de la gran final del Campeonato de Mus de Álava, gracias al incombustible Javier Sedano. Actividades de las distintas cuadrillas, en las que cada vez resulta más gratificante contemplar la evidente composición intercultural de nuestra ciudad, paseíllos de ida y vuelta y veladas interminables para noctámbulos empedernidos. Así afrontamos el ecuador de nuestras fiestas, el día 7 de agosto.
La fiesta no muere, cambia y se transforma, para renacer dotada de una nueva perspectiva en estas sociedades globalizadas de la posmodernidad. Quienes vienen anunciando, cual aves de mal agiero, la desaparición de nuestro modelo festivo, deberán esperar algún año más, pues como afirma García Pilan (2010) «es necesario contemplarla fiesta, en definitiva, como un espacio permanente de conflicto, negociación, desajuste y resignificación».
Todo cambia y ¡oh paradoja! todo sigue su guion ancestral. Así es como certificamos que un pueblo capaz de transformar el trabajo de todo un año en unos días de jolgorio y excesos es un pueblo que sabe disfrutar la vida.
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