El abrazo entre un senador del PSOE y otro del PP enseña a sus compañeros que el objetivo último de la política no es el binestar de la parroquia, sino el bien común
Artículo publicado en El Correo
Llevo tanto tiempo denunciando el nivel de crispación de la política española que he llegado, por momentos, a tirar la toalla. Soy de los que piensan que vamos ya tarde para evitar la instalación en nuestro país (con la contribución de una horda de vomitadores de odio y estulticia en las redes sociales) un lenguaje guerracivilista de consecuencias incontrolables, antesala de una posible fractura social.
No descubro nada si les recuerdo que los desprecios, los insultos y la falta de compasión por parte de sus señorías no son inocuos y se trasladan peligrosamente a los comportamientos de la ciudadanía. Sus intervenciones, exentas de una mínima cortesía institucional, son una bomba de relojería desde hace ya varios años. Así, desde presidentas de autonomías (incluido algún ex que viene y va desde aquel lugar de Bélgica, especialmente conocido por la canción del grupo Abba y porque allí le cayó la del pulpo a Napoleón Bonaparte) a ministros y ministras, secretarios de Estado, subsecretarios, portavoces, parlamentarios y senadores nos han regalado, sin pudor ni recato, intervenciones trufadas de inquina más parecidas a las del ‘sacamantecas’, aquel matón de barrio que me amenazaba de niño si no le daba las canicas o el bocadillo de mortadela, que a las debidas a un representante del Estado.
Triste nivel. De todos los colores del espectro político tenemos numerosos ejemplos en la hemeroteca. Comportamientos tan chulescos como el Ernest Borgnine en la película ‘Conspiración de silencio’ (John Sturges, 1955), con la gran diferencia de que no observo yo a ningún Spencer Tracy entre nuestro elenco de políticos, quizás porque estos han demostrado no ser mancos.
Por eso nos ha resultado tan reseñable, por desacostumbrado, un hecho que debería formar parte de la normalidad política, cual es que dos políticos de distinto signo, en vez de ignorarse se fundieran en un abrazo en el hemiciclo del Senado. No entraré a valorar el grado de sinceridad de los autores, pero lo cierto es que el estrujón emocionado entre el senador y alcalde de Paterna por el Partido Socialista, Juan Antonio Sagredo, y el senador del PP Gerardo Camps se produjo tras una petición que casi sonaba a ruego: «Espero que se sumen al grito de Valencia y que le demos lo que nos pide, algo tan sencillo como cambiar la confrontación por la unión, señorías, para reconstruir esa tierra».
Este gesto, en el tenso contexto actual, me resulta una postura tan radicalmente contra sistema que no dudaría en considerarla revolucionaria. Sí, revolucionaria. El valor simbólico de este abrazo entre políticos de distinto signo es una llamada a la ruptura, a la traición, a la deserción de un concepto de partido político (llamarle estructura) que funciona como baluarte exclusivo de la superioridad ética propia, precisamente construida frente a la maldad intrínseca de sus oponentes. Un discurso profundamente antidemocrático que ha calado en sectores significativos de la extrema izquierda y de sus pares de la derecha, que consideran, como lo hicieron el estalinismo o el nazismo, que el amor o la amistad entre diferentes son «sentimientos burgueses». Ya Karl Marx criticó a la izquierda hegeliana por carente de sentimientos y afirmó que el amor o la amistad nos humanizan, precisamente porque en su misma concepción reconocen la alteridad; esto es, la existencia del otro. Ese encuentro era para él la máxima expresión de la condición humana y sin embargo hoy quienes se consideran «vanguardia ideológica» lo desprecian.
El valor de este comentado abrazo entre senadores rompe con el antes mencionado ‘cainismo partidista’ y recuerda a sus compañeros/as que el objetivo último de la política no es el bienestar de la parroquia, sino el bien común. Una labor siempre inacabada y en proceso de mejora, cuyas posibilidades de éxito no se encuentran por senderos de colaboración.
Una mañana, tomando el café, al abrir el sobrecito del azúcar he reparado en que en el mismo venía una frase de un personaje célebre. Con cierta desidia -no creo demasiado en estas ‘cultural pills’- me he parado a leerla. Así rezaba: «El único símbolo que conozco de superioridad es la bondad» (Ludwig van Beethoven). Será casualidad, oigan, pero a mí casi se me saltan las lágrimas. Luego ya, si eso, igual leo la prensa, escucho alguna tertulia radiofónica o me doy un paseo por las redes sociales. Y seguramente, abrumado por los ‘likes’ y comentarios, concluiré que este par de senadores, y Beethoven incluido, en vez de revolucionarios deben de ser unos ñoños y unos carcas. Y volveré a la triste realidad.
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