Ya queda como un recuerdo más lejano, pero aun suficientemente cerca, la invasión que la Federación Rusa llevó a cabo aquel 24 de febrero del 2022, y que inauguró un salto cualitativo en el proceso bélico que ya se había iniciado en el 2014 con la anexión de Crimea. Más lejano, decimos, porque ya pasaron esas primeras semanas, pronto meses, en las que Europa se volcó con los refugiados ucranianos y porque tras más de un año, estamos razonablemente acostumbramos a una guerra que, como tantas, se eterniza, anestesiándonos ante un dolor que no remite. Suficientemente cerca, empero, ya que la guerra en Ucrania sigue librándose a nuestras puertas, sin que la precaria estabilidad de un frente cada vez más enquistado ahuyente el espectro de una incontrolada escalada que devenga en apocalipsis nuclear. Y es que más allá de nuestra implicación emocional, cada vez más mitigada, nuestra implicación militar sigue siendo profunda, toda vez que tanto Europa como los EEUU seguimos volcados en el suministro de armamento a Ucrania.
Es así, en esta situación, como se pudieron oír hace poco en Europa las declaraciones del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, llamando al fin de las hostilidades. La imagen que el presidente invocaba para ello, sin embargo, debió de resultarle a muchos, lo menos, chocante: “no hay guerra si dos no quieren”. Tal aserto es cierto, sin duda alguna, pero presupone una valoración implícita sobre la guerra en curso que arrumba una cuestión fundamental de justicia, pues con ello, se ponen al mismo nivel a agredido y agresor. La acción militar llevada a cabo por la Federación Rusa es una agresión en toda regla, sin ningún aval por parte de las Naciones Unidas, huelga decirlo, y representa una violación manifiesta y flagrante de la soberanía territorial de un estado miembro de la comunidad internacional. Además de tratarse de una guerra injusta, hay que añadirle el reguero de violaciones a los derechos humanos que la ocupación rusa está dejando para entender que estamos, además, tal y como tan a menudo ocurre cuando las armas hablan, en presencia de una guerra donde no se respeta el Ius in Bello. Por tanto, desde la perspectiva de la justicia más elemental, el recién electo presidente de Brasil incurría en una manifiesta falacia. Y sin embargo ¿es seguro que nos podamos quedar en la mera desautorización de tal argumento? ¿o se trata quizá de un asunto más complejo? Para ello, cabe entender qué razones empujaban a Lula a ese llamamiento equidistante a la paz. Y es que no tenemos más que pararnos a constatar cuál es el bien que se estaba intentando preservar; no hay que ir muy lejos, sin duda alguna: se trata de la paz.
¿Paz o Justicia? Esa es seguramente la gran disyuntiva que se nos plantea toda vez que observamos una guerra, aun cuando se pueda percibir un claro contendiente que tenga la justicia de su lado (siempre y cuando ese el caso, claro). Posicionarse a favor de este es un asunto fácil siempre y cuando los efectos de la guerra se mantengan circunscritos a los dos países o facciones (como mínimo) involucrados. En estos casos, por su propia marginalidad, el asunto no suele plantearse siquiera dado que apenas cae bajo el radar de la opinión pública mundial. Es, al contrario, en guerras de mayor proyección, como en el caso que nos incumbe aquí, donde se excitan las pasiones de esta opinión y donde las consideraciones de justicia fuerzan a tomar (más o menos acertadamente) partido.
Sin embargo, son precisamente estas guerras las que fuerzan la disyuntiva con que hemos iniciado el párrafo; dada su magnitud, la proyección no se da simplemente en la opinión pública, sino que se manifiesta potentemente en los factores más puramente materiales. Veamos, si no, cuáles han sido las consecuencias en el comercio internacional de esta funesta guerra: el mercado internacional de la energía, así como de los alimentos se ha visto poderosamente trastocado; ya sea por la perturbación a los bienes provenientes de Ucrania o por las sanciones aplicadas a la Federación Rusa, acompañadas de las restricciones aplicadas por Moscú (amén del obsceno bloqueo de las exportaciones desde Ucrania), muchos son los países que han sufrido las consecuencias de la guerra. Toda vez que procede asignar culpas por la situación generada por la guerra, retorna el concepto de justicia para asignar estas. De nuevo, a quien esto escribe resulta inconcebible caer en la equidistancia y determinar que al mismo nivel están la Federación Rusa agresora y la Unión Europea aplicando sanciones. La cadena causal es manifiestamente clara y las sanciones no habrían sido aplicadas si Moscú no hubiese tomado tan funestas resoluciones. Y sin embargo, la atribución de responsabilidades sobre los efectos derivados de la guerra sí que nos fuerza a volver a la perspectiva de la paz y a matizar la atribución de culpa. Pongamos el foco en el esfuerzo militar que realiza la UE y la mayoría de sus estados miembros en la resistencia de Ucrania frente a Rusia: representa un innegable apoyo al agredido frente al agresor, y es una postura justa. Pero, ¿cuál es nuestra responsabilidad en la medida de que ello prolonga la guerra? Esa es una pregunta que surge fácilmente si incorporamos una visión más amplia de los diversos actores internacionales.
Prolongar sine die esta guerra, si resultase inviable (o desaconsejable por los riesgos de escalada) romper una situación de bloqueo (y el mayor o menor éxito de la anunciada contra-ofensiva ucraniana dará nuevas respuestas), nos forzará cada vez más a afrontar este debate y a escuchar los imperativos de esos otros países como Brasil, pues por muy reprochables que sean sus formulaciones en cuestión de justicia, pueden perfectamente estar expresando imperativos de paz que solo nos sea posible ignorar por nuestra fortaleza de capear las consecuencias económicas de la guerra. De esa fortaleza, sin embargo, pueden andar faltos otros miembros de la comunicad internacional. Nuestra responsabilidad es tener presentes estos intereses. Puede ser doloroso forzar en algún momento a que se llegue a un acuerdo injusto para Ucrania, pero la visión sobre un conflicto de repercusiones globales ha de tener en cuenta los intereses legítimos de la mayor cantidad posible de miembros de la comunicad internacional.
Eric Pardo Sauvageot
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Me interesa la etica