Autora: Susana Carro-Ripalda

Los cultivos genéticamente modificados (OGMs, conocidos popularmente como “transgénicos”) han estado entre nosotros desde hace décadas, pero todavía son objeto de controversia. De acuerdo a la definición de la Organización Mundial de la Salud, los OGMs son animales, plantas o microorganismos cuyo material genético (ADN) se ha alterado a través de biotecnologías.

Los  cultivos y alimentos transgénicos no son aceptados universalmente.  La controversia gira alrededor de su utilidad agrícola, económica, y alimentaria, y de su seguridad para la salud y el medio ambiente. Mientras que algunos científicos, gobiernos y empresas de biotecnología defienden las bondades de los OGMs, otros científicos, gobiernos y organizaciones medioambientales dudan de sus ventajas para agricultores o consumidores, o denuncian sus posibles consecuencias negativas para la salud humana o la biodiversidad.

En el ámbito europeo, el uso de forrajes transgénicos y la importación de ciertas semillas transgénicas para consumo humano están autorizados desde los años 90; solo  un cultivo transgénico, una variedad de maíz, está aprobado. No todos los países europeos cultivan este maíz: España es el primer productor, seguida de lejos por Portugal, la República Checa, Rumanía y Eslovaquia. Los OGMs están prohibidos en Francia, Alemania, y Polonia. Además, ciertas regiones y municipios se han declarado “zonas libres de transgénicos”,  como es el caso en Euskadi.

La gobernanza de transgénicos en la UE plantea dos dilemas: el primero, sobre la idoneidad de utilizar exclusivamente criterios científicos de riesgo para determinar si un transgénico es apropiado para la producción agrícola o la  alimentación. El segundo dilema está relacionado con el proceso de toma de decisiones respecto a su autorización e implementación: ¿quién toma estas decisiones a nivel comunitario, nacional, o regional? ¿Es el proceso transparente? ¿Se realizan suficientes consultas a los actores sociales implicados (grandes y pequeños agricultores, consumidores, organizaciones medioambientales, el público en general)? ¿Se toman en cuenta argumentos no de riesgo (por ejemplo, culturales o morales)? Ambos dilemas son de corte tanto ético como político: aluden tanto a cuál sería la manera justa y éticamente correcta de tomar decisiones, como a qué grado de transparencia, inclusión y democracia existen y deberían existir en la gobernanza de las biotecnologías agrícolas.

En un reciente estudio comparativo realizado en México, Brasil e India (Macnaghten y Carro-Ripalda, 2015), muchos de los actores sociales entrevistados adujeron argumentos en contra de los transgénicos que hacían referencia a la “artificialidad” de los métodos de la biotecnología, al impacto de los OGMs en las comunidades rurales, al control de las cadenas agro-alimentarias por parte de unas pocas multinacionales, a la privatización de los bienes comunes a través de la propiedad intelectual,  o a la dudosa sinceridad de gobiernos y multinacionales a la hora de presentar los transgénicos como sanitariamente inocuos y económicamente beneficiosos.

Todos los argumentos anteriores podrían calificarse como “más allá del riesgo”. Dichos argumentos están ética, moral, social, cultural, y económicamente justificados y, sin embargo, no caben en la actual gobernanza de OGMs, que da prioridad exclusiva a los argumentos científicos. Desde un punto de vista ético, cabría preguntarse: ¿es la ciencia del riesgo la única forma de conocimiento que debe considerarse válida en la generación de políticas para biotecnologías agroalimentarias? ¿Son los expertos científicos los únicos que deben tener voz y voto en una cuestión que afecta al futuro de todos?  ¿Y a qué expertos científicos o a qué tipo de ciencia damos prioridad, dado que la comunidad científica tampoco se pone de acuerdo?

Estas preguntas nos llevan al  segundo dilema: la calidad democrática de los procesos de toma de decisión referidos a los OGMs. En el espacio comunitario las decisiones las toma la Comisión Europea, avalada por un informe de la EFSA (Autoridad Europea para la Seguridad de los Alimentos). Una vez un transgénico en concreto es aprobado por la Comisión, cada país integrante de la EU es responsable de la decisión sobre la posible implementación en su territorio.

En España, el estado que más transgénicos planta de toda la UE, el público tiene derecho a reclamar información con respecto a solicitudes, pero la información sobre el proceso de implementación nacional y la posibilidad de réplica son escasas, y la consulta popular inexistente. De hecho, resulta chocante que mientras el tema de los transgénicos convoca  a las masas  a protestar contra su implantación en  países como Francia o Alemania, en España este tema es, social y culturalmente, silencioso. Si bien es cierto que en Euskadi no existen cultivos transgénicos, también es cierto que una parte del público desconoce que los animales que comemos se alimentan de forraje y pienso transgénico, y que algunos de los alimentos que consumimos contienen OGMs, lo que hace aún más chocante la falta de interés social.

Al fin y al cabo, cuando hablamos de transgénicos no sólo hablamos de tecnologías: como los informantes del estudio arriba citado nos recuerdan, se trata de una discusión que engloba formas de agricultura, de alimentación, de consumo y de propiedad, y que también alude a las formas de democracia y de gobernanza del desarrollo científico que nos competen a todos. No es, o no debería ser, por tanto, una cuestión que se debiera dejar en manos de unos pocos científicos, ambientalistas, agricultores y políticos: se trata de debatir y pactar entre todos unos proyectos más amplios de país y de futuro, que respondan a principios no sólo de productividad alimentaria y económica, sino de sostenibilidad, justicia, y democracia participativa.

Referencias:

Macnaghten, P. y Carro-Ripalda, S. Governing Agricultural Sustainability. Global lessons from GM crops. London y Nueva York: Routledge.