Artículo publicado en El Correo (15/09/2022)
En 2001 supimos que se llamaba Arkaitz y que estaba acabando Derecho. Dentro de su grupo de reventadores de actos de Gesto por la Paz, que llevábamos a cabo en la Universidad de Deusto, destacaba por su tamaño y por su forma de gritarnos y de amenazarnos. Estábamos aquel día en una charla con profesores amenazados por ETA pero nos boicotearon el acto interrumpiéndolo constantemente y amedrentando a las y los asistentes. Salimos varios de nosotros de la sala a pedirles que nos dejaran seguir, interpelando el sentido más genuino del espacio universitario, el de la palabra y el pensamiento crítico, y que ellos ya habían tenido su concentración en paz pidiendo su tan manido «Euskal Herria askatu»; pero este chicarrón, con sus ojos azules completamente desorbitados, nos increpaba que éramos los torturadores del pueblo vasco y que este no olvida («herriak ez dizue barkatuko»). Posteriormente no supimos más de él. Hasta el 14 de septiembre de 2003.
Esa noche, el comando Ezkaurre de ETA robó un coche en el Alto de Herrera (Álava), ató a la pareja propietaria a un árbol y avisó a la Ertzaintza de que habían tenido un accidente. Al cabo de un rato, llegó el auto de la Policía vasca a auxiliar a los accidentados, pero no pudieron ni salir del coche: un fuego infernal los recibió; once impactos de bala, siete incrustados en sus chalecos. Uno de los agentes, malherido, pudo abrir la puerta del coche y repeler de alguna manera la agresión; el comando se replegó y comenzó a huir. Uno de ellos cayó al suelo. Los otros huyeron. El herido se arrastró hasta llegar al bosque y se escondió. Los ertzainas estaban semiinconscientes. Llegó un turismo que se detuvo y se llevó al ertzaina más grave. Y poco después al otro compañero. Quedaron con heridas muy graves e incapacidad permanente absoluta. Arkaitz Otazua murió desangrado, agazapado tras una roca; lo encontraron al día siguiente.
Al cabo de una semana, una manifestación en Bilbao convocada por Batasuna con el objeto de reivindicar la autodeterminación, se convirtió en un homenaje a Arkaitz Otazua, con vítores a la banda terrorista y culpando de su muerte a toda la sociedad vasca restante. Arnaldo Otegi alabó su trayectoria y proclamó su esencia de gudari, igualándolo a aquellas personas que defendieron la legalidad democrática 65 atrás, luchando contra el fascismo golpista. Una salva de aplausos y varios ‘goras’ en favor de una persona cuyo comando pretendía matar a dos ertzainas; muchos ‘goras’ para una organización que sólo sabía asesinar y lanzar a jóvenes a una vida llena de muerte, cárcel y heroicidad de pintada y proclama de un día al año.
Una vez más, la izquierda abertzale trataba de engañar con su alambicado lenguaje y sus humos de colores a quienes querían ser engañados. Es fácil arengar a las masas enardecidas con un mensaje incendiario y, a la vez, muy digerible: «Arkaitz fue un chaval que dio su vida por sus ideales de libertad ¡A ver qué partido tiene entre sus jóvenes gente así!». ¿Son conscientes los responsables de Batasuna de que durante varias décadas enviaron a cientos de chavales a la clandestinidad, al delito y a la persecución? ¿Una pequeña dosis de autocrítica a este respecto? ¿Su relato lo sabrá reflejar de alguna manera?
Más terrorífico aún fue algo de lo que acaban de cumplirse 40 años. Jesús Ordóñez, Juan Seronero, Alfonso López, Antonio Cedillo y Juan José Terrón llevaban días siendo vigilados por un comando etarra. A media mañana, salieron en dos coches de Rentería camino de Listorreta, a donde iban a almorzar, pero no llegaron porque seis pistoleros de ETA les rodearon y ametrallaron. Más de cien impactos y tres muertos en el acto. Antonio Cedillo, malherido, pudo abrir el coche y salir. Se arrastró unos metros y tuvo la suerte de que un vecino de la zona se detuvo y lo metió en su furgoneta para llevarlo al hospital; pero el comando, que ya se retiraba, lo vio y detuvo la furgoneta de un tiro en el parabrisas, encañonó al propietario y sacó del vehículo a Antonio. Lo arrojó a la cuneta y le disparó dos tiros en la cabeza. Había que matarlo bien muerto. De seis autores materiales, solo se condenó a uno, tristemente conocido, J. M. Zabarte, el ‘carnicero de Mondragón’. El resto de atacantes quedó libre de imputaciones. Así de mal se investigaba.
Hace poco, una líder de Bildu manifestaba que ya estaba reconocido el mal causado por ETA y que, en cualquier caso, cada cual vería lo injusto o justo de cada atentado, que cada persona tendrá su relato de lo sucedido. Es decir, eran interpretables aquellos asesinatos. A Antonio Cedillo había que matarlo porque no podía escaparse del relato justo, era policía, enemigo. ¿Merecía morir? Lo triste es que, para muchos conciudadanos nuestros, sí.
Pido que me respondan aquellos responsables políticos de entonces y estos dirigentes de ahora que siguen defendiendo que aquello fue la lucha por la libertad de un pueblo.
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