Artículo publicado en El Correo (03/10/2022)
Sucede que en la delicada coyuntura actual las autonomías del Partido Popular bajan algunos impuestos de su competencia mientras el Gobierno aprieta al contribuyente.
Andalucía, Galicia, Madrid y Murcia han rebajado este año sus tarifas de IRPF, mientras Cataluña ha introducido una deducción por escolarización. País Vasco, Navarra, Galicia, Andalucía y Madrid han deflactado parcialmente el IRPF. En Patrimonio, tenemos la exención de la tarifa en Andalucía, siguiendo la estela de Madrid, y el establecimiento de una bonificación del 50% en Galicia. El Gobierno por su parte ha apostado por bajar el IVA de la luz y el gas y subvencionar los carburantes, mientras sube impuestos a la banca y a las empresas de energía. A rebufo de lo anterior, el jueves 29 de septiembre la ministra Montero ha presentado su penúltima propuesta: un mix de muchas subidas –‘impuesto de solidaridad’ a grandes fortunas incluido– y alguna bajada. Esta última figura impositiva augura nuevos conflictos jurisdiccionales.
Dicho lo cual: ¿es bueno o es malo bajar –o en su caso subir los impuestos? Comencemos con un axioma, es decir, con una proposición indiscutible: la deflactación del IRPF y asimilados con el porcentaje de inflación es una exigencia moral. No hacerlo constituye un expolio, o sea, un robo. No cabe gravar la base imponible improductiva de los bienes y servicios de un país. La inflación, en sí misma, ya es un impuesto –una base imponible ‘caída del cielo’– como lo fue la política de tipos de interés negativos del BCE para ahorradores y pensionistas durante los lustros recientes.
Ahora bien, la fiscalidad debe someterse a dos grandes propósitos: el de la financiación del gasto público y el de la redistribución social. El gasto público es el empleo de los ingresos fiscales para la satisfacción de las necesidades generales. Los impuestos detraen renta disponible de consumidores y empresarios, y en consecuencia son un factor tóxico y exógeno para el sector privado que es preciso controlar. Pero al mismo tiempo una economía social moderna debe constituir inexcusablemente un fondo común con el que cubrir el coste de los bienes y servicios generales, es decir, los que se dirigen a satisfacer las necesidades que cada persona sería incapaz o no querría cubrir por sí sola.
Además, los ingresos fiscales cumplen con una vital tarea de equiparación social por medio de la redistribución, incluso con la consecuencia siempre olvidada de que las franjas altas de renta contribuirán más a las arcas del Estado que lo que reciben de este. Por lo tanto, la política fiscal debe medirse con la precisión de un calibre electrónico.
Admitiendo que se trata un juicio de valor, cabe alinearse aquí con la célebre frase atribuida al nobel Milton Friedman: «Estoy a favor de bajar impuestos bajo cualquier circunstancia, con cualquier excusa y por cualquier razón, siempre que sea posible». Con otras palabras: como regla, es preferible preservar la renta disponible del sector privado, porque el sector privado es más eficiente que el sector público. Pero subrayando la última parte de la frase «siempre que sea posible» y siempre que sea sostenible.
Un ejemplo de patinazo mayúsculo en forma de rebaja fiscal ‘no sostenible’ ha sido el sufrido hace días por Liz Truss en Reino Unido, que ha provocado una respuesta brutal de los mercados. Nada más tomar posesión como primera ministra, ha aprobado un plan de estímulos fiscales de 170.000 millones de libras rebajando impuestos por valor de 45.000 millones de libras, con el objetivo de poner techo a los precios de la energía para millones de hogares y empresas durante este invierno. La respuesta de los mercados se ha traducido en pánico. En una violenta reacción, la moneda británica se ha desplomado hasta cotizar la paridad con el dólar, tras perder más de un 20% en lo que va de año. El Banco central está acometiendo compras masivas de deuda para estabilizar el tipo del bono a 10 años, que alcanzó el 4,6%, y el Fondo Monetario Internacional ha pedido a la líder de Reino Unido que reconsidere las medidas. Las agencias de calificación amagan con rebajar el ‘rating’ de la isla. En resumen, un colosal dislate, el mayor desde 2008, comparable a la lastimosa espantada del Brexit.
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