Artículo publicado el El Correo (17/10/2022)
A pesar de que los heraldos del apocalipsis, incluido el habitualmente ponderado Fondo Monetario Internacional (FMI), van estrechando el cerco de la opinión pública advirtiendo del peligro de una debacle inminente, es conveniente referir alguna circunstancia económica que pueda aliviar la desconfianza reinante. La circunstancia reside en que las grandes crisis económicas de la historia, las más dañinas y pertinaces, han venido acompañadas de un ataque y derribo del sistema financiero, con un posterior contagio del riesgo soberano. Otras crisis notables, como la de 1929, han sido crisis de superproducción. Las dos últimas han tenido una naturaleza exógena, ajena a conductas inapropiadas o temerarias dentro de una economía de libre mercado. Estas crisis exógenas son de una recuperación más rápida, tan pronto como la variable externa detonadora, que suele estar prontamente identificada, queda neutralizada.
La ‘crisis covid’, una de las más profundas de nuestra historia, solo registró dos trimestres consecutivos de caída. Produjo un desplome del 11,3% en el PIB, pero que hoy estaría definitivamente enjugado si no hubiera sido por la catástrofe adicional de la invasión rusa de Ucrania. Y aun esta última, la que padecemos hoy en nuestras carnes como consecuencia del delirio del psicópata del Kremlin, saldrá airosa al desaparecer el factor bélico exógeno citado. Lamentablemente, a las calamidades provocadas por el déspota ruso hay que añadir la enfermedad inflacionaria –que parece ir tocando techo– y las subidas de los tipos de interés monetarios, terapia que en el corto plazo agrava la dolencia del desenfreno de los precios. Por eso, el FMI advierte del daño colateral producido por estas subidas, que deprimen una demanda equilibrada, cuando nos enfrentamos básicamente a una inflación de oferta, producida por el recorte en la cadena global de suministros, incluidos los productos energéticos y alimentarios. El referido daño colateral puede ser tanto mayor cuanto más endeudada se halle una economía, como es nuestro caso particular, y, como es obvio, puede agravarse en las economías emergentes y en los países más frágiles del planeta.
Pero lo sustantivo en el entorno de los países centrales –y volvemos a nuestro argumento central– es que, a diferencia de lo ocurrido en 2008 y años sucesivos, en ninguna de estas dos últimas recesiones se ha tambaleado el edificio bancario y tampoco hay visos de que lo vaya a hacer en un futuro inmediato. Lo cual no se contradice con la evidencia de que encaramos una seria desaceleración y las expectativas se deterioran, aunque menos en España que en la Unión Europea.
Tampoco se detecta alarma significativa sobre eventos desfavorables de riesgo soberano, como los que incidieron de forma brutal en países como Grecia, Portugal, Irlanda, Chipre o España en la crisis de 2008. La mayoría de los bancos españoles tienen calificaciones situadas en la parte baja del grado de inversión. Se trata de notas aceptables o moderadamente buenas, lejos de las posiciones de excelencia –la ‘triple A’–, pero todavía a una confortable distancia de la ‘triple B’, que abre el capítulo de los ‘activos basura’. El rating nos dice que, de momento, la banca española goza de una salud aceptable.
En una reciente intervención pública, el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, ha analizado la situación del sector, preguntándose cómo podría verse afectado por el entorno tan complejo que atravesamos. El punto de partida es favorable en comparación con 2008 y siguientes. Hoy nuestras entidades financieras tienen menores ratios de morosidad y una rentabilidad por encima del coste del capital.
La calidad de los balances bancarios ha continuado mejorando, de tal modo que la tasa de morosidad ha alcanzado el 3,8% en junio de 2022, registrando mínimos tras la crisis de 2008. Por otro lado, la rentabilidad del sector ha continuado mejorando. En concreto, el rendimiento sobre el capital se situó en el 10% en el primer semestre de 2022. En tercer lugar, en cuanto a la solvencia, la ratio de capital ordinario del conjunto de las entidades bancarias españolas alcanzó el 12,9% en junio de 2022, 70 puntos básicos por encima del nivel prepandemia. Aunque sea preciso extremar la prudencia, el hecho de que no penda sobre el sector financiero una amenaza inminente representa un atenuante en la alarma reinante, un factor de optimismo moderado en esta feria del desconsuelo.
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