Artículo publicado en El Correo (22/10/2022)
Javier Marías escribía en un artículo titulado ‘Un país adanista e idiota’ (2015): «Entre las idioteces mayores de los españoles está el narcisismo, que los lleva a querer darse importancia personal». Y es que el afán de protagonismo es algo contagioso que se manifiesta en circunstancias y facetas muy diversas; tanto en la política como en esa tendencia que calificamos con el eufemismo de ‘publicar’ en redes sociales. Por eso creo que, irremediablemente, la cultura también está siendo afectada por una actitud tóxica: la petulancia de los divulgadores. En un alto porcentaje, divulgadores de pacotilla. Y no me refiero sólo a tertulianos al uso.
Pero partamos de una premisa. El significado del capital conocimiento para un país implica distinguir numerosos planos de análisis. De entrada, quisiera enumerar solamente algunos segmentos en los que ese capital intelectual se presupone canónicamente instalado en ellos. Son lugares tan dispares como las universidades, los centros de excelencia, institutos de investigación altamente especializados, consorcios, fundaciones, ‘think tanks’ y hasta el Comité Polar Español… por abreviar el listado. Cualquier interesado puede recurrir a la página del Ministerio de Ciencia e Investigación y enterarse, por ejemplo, de qué es «el Programa de Actuación Anual (PAA)». Pero no es mi propósito comentar las bases que ciencia y tecnología establecen, únicamente. Pretendo evocar la totalidad de activos intangibles que a nivel intelectual dispone este país. Y como tal, priorizo las Humanidades.
Pierre Bourdieu, el conocido sociólogo, dio la definición oportuna. Para él, capital cultural reunía las formas de conocimiento, educación, habilidades y ventajas que tiene una persona y que le dan un estatus más alto dentro de la sociedad. Se le criticó por tratarse de una definición poco precisa, pero más imprecisa y perturbadora resulta la deriva en la que la divulgación cultural está incurriendo en nuestros días. Y digo esto porque, si bien el panorama educativo está en boca de todos, en especial ante las deficiencias formativas detectadas entre población joven, hoy nos tropezamos con una contradicción igualmente alarmante. A mi parecer, la divulgación aspira a sustituir canales reglados. Y lo hace con una soltura que raya en la frivolidad más descarada. Lo vemos en numerosos creadores digitales que tan pronto explican la fenomenología hegeliana como resuelven las claves arquitectónicas de Le Corbusier o te explican cómo componía Bach.
Frente a esto, es irrenunciable el hecho de que la educación reglada y sus canales de trasmisión –en un sistema educativo eficaz– deberían formar e informar con especial oportunidad y rigor. Pero, eso sí, adecuándose al mundo global.
En ausencia de ello, sorprende que los nuevos canales a través de internet multipliquen ‘podcasts’, ‘reels’ y ‘blogs’ generando divulgación en píldoras –supuestamente veraz– y alcancen cuotas incalculables de adeptos. Pues bien, mucha de esta pedadogía facilona va plagada de errores, vulgaridad y sensacionalismo. Hace años que un conocido historiador francés habló de la Historia «en migajas». Los videos en los que hoy se afrontan temas de Historia a veces dan vergüenza ajena.
Los casos a los que me refiero apuntan hacia una divulgación que muestra formatos audiovisuales ramplones, ‘podcasts’ reduccionistas, hilos tuiteros de expertos básicamente en la provocación y demás aparataje ‘tiktokero’. Los ejemplos se multiplican: desde provocativas aproximaciones maquilladas de histrionismo desmitificador hasta recetarios científicos sobre materias de gran complejidad, como los agujeros negros, la vida del neandertal, la estrategia militar o la técnica de pintura de Sofonisba Anguissola.
Porque no es igual publicar tutoriales de pilates, sobre la tortilla de patata o cómo bailar ‘hip hop’ que facilitar conocimientos sobre Tiziano o Madame Curie. Y para más inri, planteados por supuestos expertos ajenos a la sufrida carrera que todo académico ha tenido que transitar. Resulta antinómico, por tanto, que, frente a la exigencia de excelencia, los nuevos portavoces de la divulgación por internet se muestren tan reconocidos (pese también a sus innumerables ‘haters’) y recibidos golosamente por ciertas editoriales, prensa y revistas digitales. ¿Puro oportunismo?
No hace falta tener 18 años y no haber terminado la ESO, incluso a un jubilado titulado se le puede caer de las manos un libro… Sin embargo, prefieren optar por adentrarse en YouTube para saber quién era Thor en la cosmogonía nórdica o cuáles son los riesgos de un acelerador de partículas. Así, los formatos más vulgares hacen ostentación gloriosa de su alcance social –medido en número de ‘likes’– como nuevos canales facilitadores de una selección caprichosa de contenidos; la mayor de las veces, deglutidos convenientemente ante la exigida rapidez, pero desvirtuados hasta la vulgarización más insoportable.
Leave a Reply