Artículo publicado en The Conversation (04/12/2022)
La desaparición del Imperio otomano, paralela en muchos aspectos a la del Imperio austrohúngaro, produjo una larga serie de consecuencias políticas, sociales, económicas, culturales e incluso religiosas para una amplia franja de territorios europeos y asiáticos.
En una perspectiva combinada, destacan tres hechos fundamentales:
- En primer lugar, la desaparición de una entidad política multiétnica y diversa, basada en autonomías culturales, en favor de la consolidación definitiva de Estados nación de vocación y titularidad monoétnicas.
- En segundo lugar, el reparto desconsiderado de amplios territorios de Oriente Medio bajo la forma de Mandatos de la Sociedad de Naciones, germen de futuros permanentes conflictos en la zona. Los mandatos suponían que territorios o colonias que antiguamente pertenecían al Imperio alemán y al otomano pasaban a ser administrados por las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial.Únase y apueste por información basada en la evidencia.Suscribirme al boletín
- En tercer lugar, la redefinición drástica del pueblo turco en torno a un proyecto de occidentalización y secularización radical que en la práctica nunca pudo completarse del todo.
Noviembre, 1922
En noviembre de 1922 se ponía fin definitivamente a una entidad política que había ocupado la historia de Europa, Asia y África durante más de 600 años. La decadencia política del Imperio otomano fue un proceso largo, pero el golpe definitivo fue el de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en la que se sumó al bando de los imperios centrales, a la postre derrotados.
Incluso tras el fin de la guerra, continuaron los conflictos bélicos con países vecinos como Grecia o entre etnias del propio Imperio. El resultado final fue la aparición de un gobierno alternativo exclusivamente turco designado para establecer la nueva República de Turquía.
Con todas sus imperfecciones, el Imperio otomano tenía una vocación plural y nunca pretendió la asimilación cultural o religiosa de sus poblaciones. Los turcos otomanos, conscientes de su inferioridad numérica, no aspiraron a diseñar un único modelo público para todos los súbditos.
Desaparece la entidad política multiétnica
Como consecuencia de una tradición islámica que abre el camino a la convivencia de diferentes religiones, la idea de entidad política unificada o la lealtad esperada al sultán no se traducían en un modo de vida único. En el Imperio podían convivir poblaciones de religión cristiana, musulmana o judía. También etnias de origen túrquico, latino, eslavo, caucásico, iranio, griego o magiar, sin que ello implicara un cuestionamiento del proyecto común.
En realidad, el Imperio otomano constituye uno de los mejores ejemplos históricos de utilización de la autonomía como instrumento fundamental de la gestión de la diversidad. Diferentes grupos de población, básicamente alineados conforme a sus creencias religiosas (cristianos ortodoxos, cristianos armenios y judíos, fundamentalmente), componían los llamados millet. Estos fueron antecedentes de las autonomías personales o culturales existentes en varios países de la Europa central u oriental, o de Oriente medio.
Mediante los millet, los diferentes grupos religiosos disponían de autonomía en la gestión de sus propias normas y disputas, con tribunales propios. En última instancia, estos dependían de sus propios líderes religiosos, residentes, como el sultán, en la propia capital del Imperio. El número de millet, además, se amplió en los últimos siglos del Imperio.
Lógicamente, el sistema pluralista del Imperio otomano no siempre funcionó a la perfección ni pudo evitar conflictos entre comunidades. Tampoco se fundamentaba en una igualdad estricta, puesto que hasta las reformas del siglo XIX la comunidad musulmana gozaba de cierta primacía incluso en el plano jurídico.
También resulta inevitable hacer referencia a un lamentable episodio que se produjo en los estadios finales del Imperio y en una situación bélica. Hablamos del genocidio armenio, una evacuación forzosa y letal de gran parte de la población armenia de Anatolia oriental bajo la acusación de colaborar con el enemigo ruso.
Si comparamos el modelo otomano y su desarrollo con las políticas seguidas en la mayor parte de los países de mayoría cristiana y, por supuesto, con las de los Estados nación que los sustituyeron, podemos afirmar que la desaparición de los imperios plurinacionales fue un duro golpe para la diversidad histórica de una buena parte de Europa y Asia.
Fronteras artificiales
La segunda gran consecuencia de la desaparición del Imperio fue la orfandad política en la que se dejó a una amplia zona del occidente de Asia, fundamentalmente poblada por el pueblo árabe.
Reino Unido y Francia se repartieron de forma secreta el control de dichos territorios y la legitimación de tal reparto se produjo mediante el sistema de Mandatos de la Sociedad de Naciones. Este sistema asignaba un territorio al gobierno de una potencia occidental con la excusa de garantizar el desarrollo de sus poblaciones bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones. En realidad se trató de una nueva manera de adquirir colonias por parte de dichas potencias a costa de los países derrotados en la guerra.
El nuevo reparto territorial fue muy desafortunado. De entrada, privó de soberanía a los pueblos que poblaban dichos espacios. Además, estableció unas fronteras ilógicas que generaron gran resentimiento en el pueblo árabe al dividirlo arbitrariamente. Con ese sistema tampoco se satisfacían las aspiraciones de las comunidades judías que buscaban disponer de un hogar nacional propio en Tierra Santa.
Además, el reparto de fronteras obvió absolutamente la suerte de otros pueblos, como los kurdos, cuya existencia quedaba condenada a ser permanentemente minoritaria en diferentes Estados, con la consiguiente represión y su exclusión de la comunidad internacional.
El futuro turco
Por último, la desaparición del Imperio marcó la necesidad del pueblo turco, titular teórico de aquél, de redefinirse nacional, territorial y políticamente. El proceso se realizó en condiciones bélicas y de conflictos constantes por todos los puntos cardinales, y bajo la idea de crear un Estado nuevo al estilo occidental.
Los fundadores del nuevo Estado turco, liderados por el militar Mustafá Kemal (posteriormente conocido como Atatürk o “padre de los turcos”), implantaron sin piedad un proyecto radical basado en un laicismo estricto, y un nacionalismo mayoritario. Esto pronto supuso la exclusión y represión de la diversidad presente en el país, para desconsuelo de kurdos, caucásicos, griegos, armenios, árabes y otras minorías.
En definitiva, la desaparición del Imperio otomano no puede entenderse como una buena noticia. Los cien años transcurridos desde entonces han servido fundamentalmente para que los Estados sucesores reafirmen su uniformidad a costa de la diversidad y para que las minorías sufran represión y asimilación.
La convivencia en la diversidad, la riqueza cultural y la autonomía de grupos, vividos durante siglos en Salónica, Adrianópolis, Esmirna, Damasco o la propia Estambul, son hoy poco más que un recuerdo de la Historia. Una historia no europea ni occidental, de la que sigue siendo necesario y urgente extraer lecciones.
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