Artículo publicado en Deia (04/12/2022)
Hemos apartado un módulo de cuatro horas. Abandonamos el aula y nos damos un tiempo de silencio y oscuridad para compartir uno de los grandes clásicos del cine antibelicista: Sin novedad en el frente, de 1930.
Algunos alumnos temen no estar acostumbrados y creen que los referentes estéticos y temáticos de ese cine les resultarán ajenos. Por eso el ejercicio requiere de cierta preparación que incluye algo de liturgia, algo de rigurosa solemnidad para iniciar el viaje y hacerse cada uno a sí mismo el regalo de acceder a esa fuente de conocimiento y disfrute. Los móviles apagados y sobre las rodillas únicamente un cuaderno para tomar brevísimas notas, apenas anotadas y descifrables, de lo que luego querrán comentar.
Tras la película, un brevísimo descanso, solo para ir al baño y subirse un café, unos pocos minutos que no nos separen del todo de las emociones vividas. Volvemos a la intimidad de una sala tenuemente iluminada para discutir durante una hora más las claves estéticas y los contenidos de la película, sus temas, sus metáforas, sus diálogos, sus guiños discretamente repetidos aquí y allá de los que solo podemos ser plenamente conscientes tras una visión atenta y luego discutida.
Hacía años que yo no tenía conversaciones cinematográficas tan profundas. Y se lo debo a su esfuerzo por acercarse a lo desconocido. Muchos nunca habían abordado, según confiesan, un clásico con tal grado de atención. El principal obstáculo consistía para algunos en desprenderse de los prejuicios sobre la lentitud y torpeza rítmica de ese cine. El premio es el descubrimiento de que un clásico nos dice cosas mucho más interesantes y ricas, y que puede estar más cerca y hablarnos más íntimamente que la novedad más publicitada.
La película elegida tenía obviamente una lectura de actualidad. Pudimos reflexionar sobre la deshumanización que provoca el belicismo, su oposición a la cultura y la educación, el diálogo entre la vida y la muerte, entre el enemigo y el compañero, la imposibilidad de volver o de contar una experiencia extrema porque uno nunca vuelve de ella y el que vuelve es otro y lo vivido no puede compartirse del todo. Hablamos del significado del valor, de la jerarquía y la brutalidad. Me quedo con dos escenas que comentar en esta columna que debe tratar, no me olvido, de cuestiones de actualidad.
El protagonista vuelve a casa durante un breve permiso. En el bar del pueblo el padre y sus amigos, entre cervezas y mapas, le explican la gran visión de conjunto que el chaval, desde las trincheras, no puede entender. Le muestran, entre trago y trago, las estrategias de la victoria ante el silencio de quien ha visto los pedazos de sus compañeros como carne podrida carcomida por las ratas. Le explican además que lo duro es vivir en retaguardia. La escena guarda un extraño aire de familia con las redes sociales, donde miles de ignorantes pueden explicar a los ucranianos el significado profundo de su guerra, cuyas arcanas causas los que la sufren son incapaces de descifrar y por ello, sin criterio ni voluntad, terminan siendo marionetas en un escenario mayor que nosotros desde nuestro sofá sí alcanzamos a entender.
Hay otro diálogo importante. En un momento de descanso, tras una batalla cruenta, los soldados reciben ración doble por la sencilla razón de que solo regresaron la mitad de los que partieron. Con el estómago lleno, a orillas de un lago, a la sombra de un árbol, discuten sobre el origen de la guerra. Alguien la tuvo que desear, dice uno, a alguien le tienen que favorecer, quién sabe, mandatarios, militares, industriales armamentísticos. Otro apunta que la guerra es como una gripe, nadie la quiere, nadie la buscó, pero ahí está, imparable, sin freno, sin control. Los alumnos supieron ver ahí una conversación que es posible replicar intacta hoy. Y vieron además que un clásico no está para darnos respuestas cerradas a problemas complejos, sino para ayudarnos a pensar mejor y sin simplismos sobre nosotros y nuestro mundo.
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