Artículo publicado en Deia (18/12/2022)
El imperfecto pero irremplazable correo electrónico resiste medio siglo después”. Así titulaba El País hace unas semanas un artículo de esos que, románticos de la era digital como yo, compartimos mucho. Y es que el email, ese pre-histórico (en escala digital) invento de esta era digital, sigue siendo el medio más empleado para la gran mayoría de las comunicaciones relevantes. Genera amor y odio por igual. Hay gente que lo emplea como agenda. Otros como espacio para acumular emails sin abrir. Nos frustra cuando no nos responden. Y ahí sigue, copando los rankings de la herramienta más empleada para las comunicaciones dentro de cualquier organización.
El primer email se envió en 1971. Más de 50 años después, sigue siendo usada fundamentalmente para recibir y enviar mensajes profesionales y correos informativos a los que estás suscrito (alertas, newsletter, descuentos con cupones, etc.). Según el estudio Hábitos del uso del email en 2021, en España más del 60% de los usuarios recibe más de 10 emails al día. Más de un 25% recibe más de 20 correos diarios. Para algo informal, ágil y rápido, el email no es lo mejor. Sin embargo, para archivar conversaciones, documentarlas o construir conjuntamente algo, no hay herramienta que lo haya mejorado.
El auge de las newsletters en los últimos meses (un sistema de suscripción que nació en 1977, por lo que tampoco es nuevo), seguramente se haya beneficiado de esta gran aceptación que tiene el email. Al final, no es tanto la novedad del canal la que configura que algo sea una oportunidad, sino los usos y costumbres de la gente. Seguramente el hecho de que en tablets y dispositivos móviles sea tan fácil acceder al email, haya facilitado que por ejemplo esos boletines por correo sean ahora la mejor manera de seguir la actualidad. Yo todas las mañanas dedico aproximadamente una hora a leer las noticias que he conseguido, con el paso de los años, que me lleguen muy seleccionadas a la bandeja de entrada.
Esta madurez en el uso del email, contrasta con el uso de otras herramientas de mensajería instantánea como WhatsApp. Creo que no tenemos una sociedad madura para usar WhatsApp. Comunicaciones que se podrían resolver por otros canales, acaban frecuentemente en hilos interminables de whatsapp. De los grupos, ni os hablo. Los datos avalan esto. En 2014, en EE.UU., los mensajes de texto superaron ya a las llamadas. Los millennials y los Z (los más jóvenes) incluso se declaran enemigos de las llamadas y las comunicaciones síncronas. Esto se debe en buena medida a ese fenómeno de ocupación del espacio público que han provocado herramientas como Instagram, WhatsApp o Facebook Messenger. De alguna manera nos hemos impuesto como sociedad un modelo de comunicación instantánea sin pensar en el receptor y su disponibilidad. Un modelo de relación además que no tiene inicio y fin. Es un continuo.
De hecho, suelo diferenciar a los usuarios de WhatsApp entre aquellos que te despiden una conversación y los que no. Aquellos que venimos de la era del teléfono fijo, nos despedimos. Aquellos que han crecido en esta era digital y social, no. Piensan que la conversación debe ser continua, sin detención.
No se despiden. Muchos y muchas ni saludan. Es decir, la conversación nunca se interrumpe, por lo que aunque hayan pasado 48 horas del último mensaje, dan por hecho que ese canal de comunicación sigue abierto, y exigen una respuesta inmediata. Supongo que la facilidad de envío de mensaje construye en la mente del emisor una falsa sensación de continuidad en la conversación. ¿No les parece angustiante tener tantas conversaciones abiertas? ¿O será que la conversación se ha convertido en algo superficial?
Lo sé, estoy mayor. Si no fuera por la gente interesante con la que solo puedo dialogar por WhatsApp, me iría de ahí. Es un dilema ciertamente. O, también, empezar a reflexionar sobre la sincronía y las formas con las que dialogamos por WhatsApp… y por email.
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