Artículo publicado en Deia (18/12/2022)
El fin del Imperio Carolingio generó un vacío de poder que sería disputado por señores feudales y nobles con castillos y ejércitos privados. En este contexto resultaba necesario poner límites al sufrimiento y a las crueldades de los señores contra los más vulnerables y desprotegidos, contra pobres y campesinos (paupers et agricolaes), contra mercaderes, artesanos o miembros del clero. Fue lo que en los siglos X y XI se conoció como la Paz de Dios.
Las comunidades, reunidas en asambleas, acompañadas por monjes y autoridades religiosas y ante reliquias de santos, se comprometían a la paz y exigían a los poderosos que juraran respetarlas. Las autoridades religiosas amenazaban con penas eclesiásticas tales como la excomunión a quien no respetara.
Esta paz de Dios, de carácter popular y eclesiástico y promovida después por diversos concilios locales, nació en Aquitania o quizá en Auvernia, y se extendió por el territorio de la actual Francia y llegó a Flandes, Cataluña o Italia.
Esta paz de Dios derivó en diversas instituciones. La más conocida es la tregua de Dios que prohibía hacer la guerra en determinados días de la semana (los domingos en principio y luego se alargó a viernes y sábados) y períodos del año: Adviento, Navidad, Cuaresma, Semana Santa, Pascua, Pentecostés u otros días señalados del calendario litúrgico.
Quedó en el imaginario cultural de los pueblos en esa asociación estrecha de paz y Navidad. Eso quizá explique la famosa tregua de Navidad de 1914 en la que de forma espontánea soldados franceses, alemanes y británicos salieron de las trincheras a ese pedazo de tierra de nadie. Intercambiaron comida, bebida, tabaco y pequeños regalos como botones. Cantaron villancicos.
Se dieron un tiempo para retirar y dar digna sepultura a los cuerpos que yacían inaccesibles. E incluso, bien es sabido, disputaron algunos partidos de fútbol.
La tregua fue considerada por las autoridades de los respectivos bandos como traición y se tomaron medidas para silenciarla e impedir que se volviera a confraternizar por Navidad en los siguientes años.
Las formas de humanización del conflicto se han sofisticado desde entonces. Hoy tenemos las normas que obligan a distinguir los objetivos civiles de los militares y prohíben el ataque deliberado a la población civil para castigarla, aterrorizarla, desmoralizarla o hacerla sufrir.
Esta semana, de nuevo, Rusia ha atacado infraestructura civil con el fin de limitar la capacidad de Ucrania para proporcionar electricidad, agua y calefacción a millones de civiles, cuando las temperaturas ya bajan a números negativos.
En los siglos X y XI fue en asambleas y concilios donde imaginaron cómo poner límites al horror. Hoy en día es la sociedad civil (ver comunicado de una veintena de ONG internacionales como Caritas, Oxfam o Médicos del Mundo) la que exige “el cese inmediato de los ataques contra civiles y la infraestructura civil, y una distinción estricta entre objetivos civiles y militares, en particular en las zonas urbanas y densamente pobladas; que la asistencia humanitaria llegue a todos los necesitados; respetar el derecho internacional humanitario y proteger incondicionalmente a los civiles; y que el socorro llegue a las personas que necesitan asistencia humanitaria sin discriminación alguna”.
Mientras tanto, corresponde al Consejo de Derechos Humanos y a la Corte Penal Internacional seguir con su trabajo de investigación y acumulación de pruebas de todos los crímenes realizados en el contexto de esta guerra, sea cual fuere su autor, para proceder en su momento a esa forma contemporánea, civil y laica de excomunión que debe, con todas las garantías, celebrarse en su día en Ginebra y en La Haya. Mientras tanto, les recomiendo para estos días la película francesa Feliz Navidad (2005), que con un maravilloso fondo musical cruza historias personales de aquel brevísimo milagro de hermandad y paz que constituyó, para unos miles de desgraciados que penaban en las trincheras, la Navidad de 1914.
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