Artículo publicado en The Conversation (28/12/2022)
Tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil el pasado 30 de octubre, Lula da Silva fue electo frente a Jair Bolsonaro por una diferencia de menos de 2 % (50,9 % frente a 49,1 %). Esos poco más de dos millones de votos de diferencia habilitan a Lula da Silva para residir en el Palacio del Planalto, residencia oficial del presidente en Brasilia, a partir del 1 de enero de 2023.
No obstante, también han envalentonado al actual presidente Bolsonaro que, lejos de haber sufrido un rechazo electoral por su desastrosa gestión de la pandemia y sus siempre altisonantes declaraciones, ha incrementado en más de un millón de votos su respaldo electoral desde que ganó en 2018, aupado por el llamado lobby de la triple B: buey, con todo el sector agroexportador; bala, con todas las fuerzas de seguridad y militares; biblia, con fundamentalistas reaccionarios a avances en igualdad de género.
Así pues, asumirá el cargo un Lula da Silva muy diferente al de sus dos anteriores mandatos (2003-2010) en un contexto de altísima polarización y en un Brasil dividido, no tanto por afinidad política, sino por rechazo identitario y visceral al adversario: el antilulismo criticando la corrupción y el así llamado “marxismo cultural” del Partido de los Trabajadores versus el antibolsonarismo criticando el elitismo reaccionario y el fomento de las crecientes desigualdades por parte de las elites dominantes.
Menos margen de acción de Lula
De este modo, su gobierno tendrá ahora mucho menos margen de acción por diversos factores: en el plano doméstico, dependerá políticamente de una coalición interpresidencial muy heterogénea ideológicamente y enfrentará un Congreso y un Senado mayoritariamente bolsonarista que obstaculizará muchas de sus políticas. Además, lidiará con una severa crisis económica que no tiene visos de remitir y donde “los mercados” ya han mostrado su desaprobación de la mano derecha de Lula y futuro ministro de Economía, Fernando Haddad.
A eso hay que añadir una alta fragmentación social. Se confiaba en que una hipotética victoria mundialista de la canarinha pudiera ayudar a mitigar esa fragmentación.
Además, los últimos desafíos del bolsonarismo (cabe recordar que el actual presidente todavía no ha reconocido explícitamente su derrota electoral) tensarán el proceso de transición gubernamental, aunque parece que la neutralidad de los militares está garantizada. No hay que olvidar el hecho de que fue precisamente en los pasados gobiernos de Lula cuando vieron incrementado su presupuesto de manera notable. Asimismo, fue muy bien recibido el anuncio del próximo ministro de Defensa, José Múcio, que está bien considerado por el estamento militar.
Desafíos en el plano internacional
En lo que respecta al plano internacional, el nuevo gobierno brasileño también afrontará desafíos mayúsculos, pero quizás sea este un entorno más benévolo para el liderazgo carismático de Lula. La reinserción brasileña en la región latinoamericana entre presidentes más afines, como el Chile de Gabriel Boric o la Colombia de Gustavo Petro, anularán la visión del Brasil de Bolsonaro como “paria regional” enfrentado a todos sus vecinos y anclado a postulados trumpistas.
Del mismo modo, en el plano más multilateral, como ya se visibilizó en la reciente COP27 en Egipto del pasado noviembre, la presencia de Lula junto a la que será su ministra de Medioambiente, Marina Silva, clarificó que Brasil está de vuelta a la hora de liderar la agenda climática y de Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Dicho esto, que nadie se llame a engaño: quien piense con tintes nostálgicos que Lula da Silva tendrá la capacidad de reeditar ese resurgimiento de Brasil como actor global que ya irradió en sus anteriores mandatos estará muy equivocado. De hecho, la gestión de esas expectativas desmedidas por parte de su electorado y las hipotéticas frustraciones que de ahí se deriven serán el gran termómetro al que tendrá que mirar el gobierno de Lula.
Brasil ha vuelto y Lula aspirará a ser el mismo que ya sacó de la pobreza a millones de brasileños, pero ni Brasil es ya el mismo ni el mundo de 2022 es el mismo que se encontró en 2003. Eso sí, sí se avizoran buenas perspectivas en la medida en que Brasil volverá a ocupar un lugar preeminente en las relaciones internacionales, tanto como actor neurálgico en el ámbito latinoamericano como interlocutor privilegiado con Estados Unidos y la Unión Europea, por un lado, y con China y el Sur Global, por otro.
El gran desafío residirá, por tanto, en cómo cicatrizar las heridas, superando la polarización, reactivando la economía y reformando un sistema político que fomenta la corrupción y la desafección política de la población. Una tarea titánica hasta para Lula.
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