Artículo publicado en El Diario Vasco (21/01/2023)
Ante esta ola de frío, nieve y agua que estamos sufriendo, uno piensa: ¿quién pudiera vivir el invierno recostado en una sencilla hamaca de una playa tropical? La realidad es que existe una paradoja. Salvo excepciones muy contadas, los países más desarrollados son los que tienen inviernos duros.
La llamada ‘paradoja ecuatorial’ muestra que el 70% de la diferencia de crecimiento de los países se puede explicar por una única variable que aglutina a otras: la distancia a la línea del Ecuador. Existe un cinturón de un ancho de 3.000 donde prácticamente no existe un país desarrollado. Todas ellas son zonas tropicales o subtropicales. ¿Habrá que agradecer entonces el hecho de tener estos inviernos tan duros? Bueno, hay argumentos a favor y en contra.
Por un lado, no cabe duda de que el sol es vida. Garantiza cosechas copiosas, alimento abundante y socialización. La probabilidad de sobrevivir un invierno en la selva tropical del Congo es claramente superior a la de conseguirlo en los bosques de Finlandia. Los recursos materiales siempre han sido superiores en estas regiones tropicales. Entonces, ¿cómo puede ser que en estos lugares sean más pobres? Obviamente las razones son muchas, pero el carácter de sus gentes derivado del clima (y la orografía) es una de las más importantes. Tener el alimento invernal medianamente garantizado, no necesitar de viviendas calefactadas o de ropas de abrigo no cabe duda que relaja. En Brasil o Bali, tener vidrios en las ventanas no es una necesidad básica. El caso de los países con fríos inviernos es el opuesto. Los terrenos son menos fértiles y, sin embargo, requieren alimentarse con más calorías. Es decir, tienen que planificarse bien para sobrevivir al duro invierno. Esto ha supuesto que los habitantes de zonas frías, desarrollen un comportamiento más racional, más ordenado y planificado. Para ellos, los conceptos ‘ahorro’ y ‘trabajo’ son vitales para superar el invierno. De hecho, con el paso del tiempo han generado estructuras sociales más protegidas. El propio Aristóteles decía que los lugares más estériles promovían gobiernos más democráticos, y los más fértiles, aristocráticos. A la larga, se han vuelto sociedades más ricas.
Pero es cierto que no sólo de economía vive el ser humano. ¿Qué hay de la alegría de vivir el día a día? No se alcanza una vida plena sin compartir experiencias y sentimientos con el prójimo. Somos seres sociales por naturaleza. Para sentirnos plenos, necesitamos expresarnos, crear, jugar, bailar, sonreír, experimentar… En definitiva, disfrutar del ahora sin obsesionarse por el mañana. Y en eso, las culturas de climas cálidos nos ganan por goleada. Si bien en exceso, puede derivar en un optimismo exacerbado y una falta de planificación. De hecho, los países desarrollados han generado unas estructuras sociales tan fuertes y protegidas que paradójicamente les proporciona mayor acceso al alimento y al abrigo que las sociedades tropicales (siempre hay excepciones).
La conclusión es quizás que debemos de aprender a tomar lo mejor de ambos mundos. Nuestros fríos inviernos nos han hecho generar un pensamiento planificador y ahorrador. Y eso es bueno. Pero no debemos olvidar la importancia del disfrute de lo cotidiano. De ahí la reflexión del título: ‘Al mal tiempo, buena cara’. Agradezcamos tener inviernos duros. Más aún cuando no llegan a ser tan extremos como los de los países nórdicos, donde, sí, todo está ordenado y planificado, pero quizás se pierden la alegría del disfrute diario de países como el nuestro.
Hay una bonita anécdota, que ilustra muy bien esa búsqueda del equilibrio entre la necesidad de planificación de climas fríos y del disfrute de los cálidos. El intenso frío invernal de 1818, rompió el órgano de la iglesia de San Nicolás de Oberndorf (Austria), dejándolo inútil para la celebración de la Misa del Gallo, la noche de Navidad. El párroco Joseph Mohr debió sentir una enorme impotencia y se propuso buscar una rápida solución. Había que salvar los muebles ante los feligreses, aunque fuese un villancico nuevo cantado con el acompañamiento de una guitarra. Por eso, pidió a su amigo Frank Gruber que compusiera una melodía para una letra que tenía escrita desde hacía varios años. De aquella feliz idea, surgió uno de los villancicos más hermosos que se han escrito jamás: ‘Noche de Paz’. Las mentes racionales austriacas, se mostraron plenamente humanas en una oscura noche de frío.
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