Artículo publicado en El Diario Vasco (08/03/2023)
La Ley de Representación Paritaria aprobada estos días en el Consejo Ministerial representa un gran logro en materia de igualdad. Este avance, enmarcado en la directiva aprobada previamente en el Consejo de la Unión Europea y en el trabajo y las reivindicaciones llevadas a cabo durante años por el movimiento feminista, es sin duda un importante hito en la lucha por la igualdad que debemos celebrar.
El avance respecto a la legislación previa es el cambio de planteamiento de la paridad como recomendación a la paridad como obligación, con sus correspondientes mecanismos sancionadores, extendiendo además su aplicación no sólo a los puestos de representación política sino a los consejos de administración de las grandes empresas.
Con ello, la nueva ley asegurará un mínimo de 40% de mujeres en la dirección de las empresas cotizadas o cualquier entidad de interés público con más de 250 personas y un volumen de negocio superior a los cincuenta millones con carácter anual.
La idea no es nueva. Un gran número de estudios y de experiencias reales en diversos países de Europa en los que se han aplicado los sistemas de cuotas nos ha mostrado de manera repetida la utilidad de los principios de la discriminación positiva y su importante papel en la normalización y visibilización de las mujeres en la vida política, económica y social. Por ello, son muchos los gobiernos que están dando pasos hacia el cumplimiento de la nueva directiva y la adopción de las medidas requeridas para su implementación. Sin embargo, decir que una medida representa un avance en materia de igualdad no quiere decir que sea la única acción necesaria.
Un reciente estudio de la Universidad de Deusto con personas de diferentes ocupaciones encontró una limitación abrumadora por parte de los hombres en el desarrollo de rasgos tales como la empatía o la sensibilidad. Por el contrario, en rasgos de agencia e instrumentalidad las mujeres mostraron sistemáticamente ser tan estereotípicamente masculinas como los hombres. Pareciera que, por el devenir de la historia, nuestras sociedades nos estuvieran transformando indiscriminadamente hacia valores “masculinos”, al menos en lo que se refiere a la personalidad. Sirva la clásica figura de Margaret Thatcher o más recientemente la de Ursula von der Leyen en la gestión punitiva del conflicto con Rusia como un ejemplo de cómo las mujeres podemos desplazarnos sin problemas a formas hegemónicas de liderazgo y poder.
Estas tendencias no son irrelevantes. Aún representando las asociaciones masculinidad-agencia y feminidad-comunalidad todavía en la actualidad un problema central en la discriminación de las mujeres y la división sexual del trabajo, trasladarnos de un ámbito de poder a otro sin cuestionar nuestra propia identidad ni el valor asociado a dichos sistemas de poder no haría otra cosa que redistribuir las poblaciones y aumentar la presencia de personas vestidas de mujer en sectores de actividad estereotípicamente masculinos. Esta traslación dejaría un vacío irreparable en el incalculable número de competencias y ocupaciones estereotípicamente femeninas que, aunque peor valoradas y remuneradas, son de un incuestionable valor social.
La Ley de Paridad puede ayudar a resolver los actuales problemas de desigualdad – pero sólo de manera parcial. Tener más mujeres en posiciones de poder quizás sirva de manera temporal para ayudar a normalizar su presencia en puestos de decisión y mejorar su sueldo, pero no resuelve la cuestión de fondo sobre la mirada hegemónica que caracteriza dichos sistemas masculinizados. Los avances feministas en materia de igualdad implican poner en el centro de la actividad económica y política la sostenibilidad de la vida, los cuidados, y la distribución desigual y no mercantilista en la toma de decisiones. Debemos, por lo tanto, pasar del debate de las cuotas al debate de las inercias que reproducen su estructura. De lo contrario, será sólo una ley asistencialista.
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