Artículo publicado en Deia (02/04/2023)
Con Pedro Sánchez me he metido en esta columna en alguna ocasión, de modo que podría volver a hacerlo si hubiera motivo. Pero hoy toca lo contrario. Si Pedro Sánchez vuelve de China crecido, hay que decirlo. La entrevista con Xi Jinping, jugando fuera de casa, con la camiseta de la Unión Europea y el brazalete azul ONU, es esa prueba de estadista que ningún presidente español ha sabido superar desde que González hablaba de tú a tú con Mitterrand o Kohl.
Sánchez ha llegado a Pekín con la nada sencilla tarea de defender que la paz en Ucrania debe fundamentarse en los principios de la Carta de la ONU y respetar a los propios ucranianos. Al tiempo debía señalar, sin terminar de hacerlo, la tarea china, sólo tangencialmente, lo suficiente, sin derramar la copa y con el pulso de quien sirve al vecino lo justo sin que caiga gota alguna sobre el mantel. Sánchez estuvo sólido, eficaz, comedido, firme, empleando su simpatía natural sólo lo justo. Quien desde el Palacio de Santa Cruz o la embajada en Pekín haya asesorado sus pasos puede dormir satisfecho.
Sorprenden las reacciones habidas en España ante esta visita. Con frecuencia han revelado más sobre la naturaleza de quien juzgaba que sobre los propios hechos.
Algunos medios de la derecha primero han pretendido rebajar a toda costa el nivel de la visita y luego han pasado a desentrañar cada perfil de la misma en busca de algún enfoque que desvelara un lado menor o fracasado. Al no encontrarlo, el siguiente paso ha consistido en atacar la premisa mayor, la mera posibilidad de que un presidente español pueda tener cierta relevancia internacional. Papanatismo y complejo. Curiosa forma de ayudar a tu país, empequeñecerlo sólo para negar el pan y la sal a tu oponente político. Es el patriotismo de los muy mediocres, de los que empobrecen el convento hasta que adquiera la dimensión ajustada a sus aspiraciones al puesto de escribano del abad.
Feijóo, la gran esperanza blanca de la derecha, ha aprovechado la ocasión para confirmar, si falta hiciera, su inmensa inanidad. Es ya la gran desesperanza. Lo digo con pesar, puesto que España y Euskadi necesitan una derecha española competente, inteligente, fiable y leal, y no una que ante la opción de una Soraya o un Alonso apueste siempre por una Ayuso o un Almeida. La inmolación heroica de Borja Sémper en la pira de Génova no consigue edulcorar el escenario. Pensar que por sí solo, sin un jefe a su altura, consiguiera operar el pedal de silencio de ese piano vertical aporreado por delirantes sin oído musical era mucho pedir.
Feijóo aprovechaba estos días que Sánchez lidiaba en la plaza mayor del mundo para, desde algún picadero de cortijo, criticar ante las cámaras de informativo regional la ausencia del Gobierno y de su propio presidente –que andaba esos días de cumbre europea a viaje a China pasando por cumbre iberoamericana– haber faltado a la inauguración de una exposición de arte chino en Alicante. Con la sonrisa taimada de quien cree disponer de una bala mortal de sofisticado ingenio espetó una frase prefabricada con veneno: “supongo que ese desprecio a la cultura china no se lo tendrán en cuenta en China”.
Decir que tu presidente “desprecia la cultura china” con la esperanza de que algún secretario de guardia en la embajada china pueda enterarse de tu tontería y consiga elevarla doscientos escalones hasta llegar, magnificada y adulterada, a los oídos adecuados en Pekín para crear problemas y debilitar la operación de tu propio país es tan miserable que ni siquiera es una traición plena. No le llega porque no puede. Es la maldad mezquina e infructuosa del niño que te desinfla la rueda de la bicicleta. Es una traición avergonzada y refrenada, de mano escondida, como de pedo de monja. Es decepcionante como el fuego de artificio bañado por la tormenta en una tarde de verano festivo, que se consume humeante sin volar ni dar luz. Está falto de causa y de premio, como la infidelidad del impotente. Es inútil, como el viaje a la nada del hombre que nunca debió dejar Galicia.
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