Artículo publicado en Deia (28/05/2023)
Si nos dicen de algo humano que no es perfecto, lejos de considerarlo como el reconocimiento avergonzado de un defecto, nos debería tranquilizar. Pues, salvo si se trata de Bach, solo lo imperfecto es humano, es de verdad y nos permite mejorar. Caminamos, tropezamos, nos levantamos y continuamos. Lo máximo que podemos pedirles a los dioses es lucidez para aprender algo de cada tropezón, memoria para no olvidarlo demasiado pronto, fuerza para levantarnos y acierto para aplicar lo aprendido. La pretensión de ignorar nuestros límites era inevitablemente castigada en la tragedia griega y lo ha sido en la historia.
Así aprendimos que la democracia es en su imperfección lo mejor que tenemos para controlar algo al poder y romper su monopolio, para participar en lo público, para repartir parte de lo bueno y de lo malo, para proteger a quien lo necesita, para respetar al diferente, para generalizar las oportunidades, para avanzar en la aspiración de igual dignidad y para administrar algo parecido a una justicia razonable. La democracia ni puede ambicionar mucho más ni debe conformarse con menos.
Los principales riesgos de la democracia no suelen venir de fuera, de un estado ajeno que impone una dictadura por la fuerza, como en la Guatemala de la CIA, el Chile de Kissinger, la Praga de Brézhnev o la Ucrania ocupada por Putin. Los riesgos son más a menudo internos. Provienen del cansancio de una democracia gris que no enamora, en la que uno vive con la pasión propia del que acude a trabajar una mañana lluviosa y oscura de lunes de invierno fantaseando con mandarlo todo al carajo. De la promesa de que todo será un día facilitado sin costo y que habrá otro, en otro lugar o en otro tiempo venidero, que lo pagará. De la renuncia a que mejorar es posible y deseable y que para ello el esfuerzo personal debe conjugarse con políticas públicas potentes, que lo uno sin lo otro no puede funcionar. Del rechazo a vernos como parte de un entorno ya plenamente global que ofrece oportunidades a nuevos actores, pero elimina seguridades y certezas a otros. Del miedo al futuro y al cambio, de la incertidumbre paralizante, de la nostalgia mentirosa, del rechazo a lo diferente o a lo nuevo.
En España, el escándalo de la compraventa de votos no es un crimen contra la democracia solo por el fraude en sí, sino por su efecto saboteador que profundiza la desafección, la desilusión y el descrédito. La pretensión de los totalitarismos de ser una democracia mejorada no la han inventado Xi Jinping y Putin. Lo pretendieron antes Mussolini, Stalin, Franco y tantísimos otros. Todos ellos fueron constructores, a sus propios ojos y a la de sus devotos, de democracias mejoradas, liberadas de sus ataduras procedimentales y de sus corruptas miserias pequeñoburguesas. Frente a estos modelos viriles y proteicos, la democracia parecía débil e indefensa. Pero a la larga se ha mostrado resistente. Es como esa señora mayor que guarda silencio ante las bravatas de musculados gritones pero que cuando la cosa se tuerce guarda la casa, mantiene el campamento y protege al débil, mientras los campeones de lo altisonante desaparecen.
La mujer ha sido símbolo de la democracia desde la diosa griega o la iconografía renacentista. También la justicia ha sido mujer con su balanza y su espada. Y la libertad ha iluminado como mujer el río Hudson o como mujer ha guiado al pueblo, ambos pechos al descubierto, en Delacroix.
La democracia se representaba como mujer, pero se ejercía como hombre. Nos ha pasado aquí hasta literalmente hoy mismo. Si contamos los diputados generales y los alcaldes de capitales de la comunidad autónoma vasca elegidos en democracia tras la dictadura, nos da el resultado de 41 personas. Todos hombres. Si nos fiamos de las encuestas, pasaríamos a partir de hoy a un mínimo de tres mujeres para estos seis cargos. Aun cuando solo fuera por eso, merecería la pena participar. Para ser parte de un avance, de un paso en la buena dirección. Es lo que pasa con la democracia. Que avanza.
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