Artículo publicado en El Diario Vasco (19/09/2023)
La propuesta del lehendakari para la profundización del modelo plurinacional en el marco constitucional ha marcado la apertura de un curso en el que, por añadidura, la aritmética parlamentaria convierte de pronto en perentoria la gestión del caso catalán. Feijoó ha afirmado que «hay que buscar un encaje para Cataluña en España, pero ese encaje será fruto del pacto», conforme a derecho y en el marco constitucional, mientras que, ante la eventualidad de que las negociaciones entre los grupos catalanes y el PSOE excedieran determinadas líneas rojas, se anuncia un acto «en defensa de la igualdad de los españoles, sin españoles de primera y de segunda».
Hay quienes rechazan las propuestas políticas basadas en el pacto por temer que sus ecos de bilateralidad comprometan los principios de soberanía nacional y de igualdad entre todos los españoles. Se trata de un asunto sin duda delicado, dada la sensibilidad que despierta el ideal de igualdad y el peso del mito de una soberanía nacional que, a estas alturas, imagináramos absoluta y referida a una única unidad político administrativa. Pero ni la soberanía política es hoy en la práctica exclusivamente predicable del Estado, ni el principio de igualdad presupone uniformidad política dentro de él.
Toda forma de descentralización conlleva diferencias en el resultado del disfrute de derechos y en el desarrollo de políticas públicas. En ocasiones una mala comprensión del principio de igualdad y no discriminación ha llevado al extremo absurdo de desconfiar de las mejoras en prestaciones o en la calidad de servicios. El principio de igualdad no excluye, en doctrina bien asentada por los órganos de la ONU, las formas políticas complejas que respondan, con poderes políticos amplios, de manera diferenciada a la identidad política o historia de determinados territorios dentro de un Estado.
Además, el sistema estatal centralizado no es necesariamente más igualitario, como se puede observar tanto en los informes de Eurostat (Eurostat Regional Yearbook, 2022) como en los de la OCDE (Regions and Cities at a Glance, 2022), donde se muestran casos de mayores desigualdades interregionales en países centralizados y menores en Estados policéntricos. Por ejemplo, la disparidad interregional es superior y además está creciendo más en Francia que en España o Alemania. Ambos informes estudian el fenómeno que en determinados Estados favorece la concentración de oportunidades, recursos, servicios y talento en las capitales, mientras que en otros países hay varias regiones que ejercen este efecto, distribuyendo así mejor riqueza y oportunidades. La idea de que la uniformidad política favorece necesariamente la igualdad interterritorial es contrafactual.
El Estado debe garantizar el máximo disfrute posible de todos los derechos a toda la población bajo su jurisdicción en términos de igualdad y no discriminación, pero no debe impedir que las entidades territoriales mejoren esos estándares cuando sus competencias, recursos, eficiencia o prioridades así lo permitan. Tampoco cabe excluir por principio las formas de gobernanza multinivel que incluyan la gestión compleja de poderes que tradicionalmente se han considerado como definitorios de la soberanía pero que ya no lo son.
El Estado no es la referencia única para la aplicación del principio de igualdad. El Estado es un espacio sin duda importante en su ejercicio, pero al que se suman otros niveles que forman un ‘continuum’ desde lo universal a lo más local. La igualdad es un principio multinivel.
Vivimos en sociedades de soberanías complejas, dinámicas y compartidas, de ámbitos políticos que son simultáneos y superpuestos. El sistema constitucional español, más allá de declaraciones soberanistas formalistas propias de todo discurso de esa naturaleza pero que suenan ya casi de orden mítico por su alejamiento de la realidad, puede entenderse como compatible con este ‘continuum’ y compatible con fórmulas políticas que se fundamenten en ideas pactistas.
El principio de igualdad es demasiado importante como para permitir que sirva de arma arrojadiza en disputas políticas que no buscan la promoción del bienestar, de la libertad o de la dignidad de los ciudadanos, o la convivencia y la cohesión entre comunidades, sino que responden a otra agenda política distinta, uniformadora y centralista, que no cabe en la Constitución de 1978, ni es compatible con el Estatuto de Autonomía, ni casa bien con la voluntad reiteradamente expresada en las elecciones por una mayoría de vascos de construir una relación con el Estado que profundice, con mutua lealtad, una identidad política propia. En este campo de juego amplio que supone la cultura del pacto, si unos y otros sumamos sin trampas, podríamos quizá caber muchos más de los que pensamos. Sin pisarle a nadie la igualdad.
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