Tan ilegítima es la respuesta de Hamás a décadas de ocupación como la de Israel al ataque terrorista. Pero la ayuda a la población civil no es ni un arma bélica ni un medio de negociación, facilitar su acceso es obligatorio.
Artículo publicado en El País (18/10/2023)
El ataque de Hamás —un grupo terrorista que gobierna de facto en la franja de Gaza— el pasado 7 de octubre causó la muerte de alrededor de 1.400 civiles israelíes. Más de 150 rehenes fueron secuestrados y llevados a Gaza. La respuesta de Israel —potencia ocupante en el territorio palestino— ha provocado, por el momento, la muerte de más de 3.000 palestinos. El recuento de muertos y heridos no ha terminado. Nadie duda de que se trata del ataque y de la respuesta más sangrientos de las últimas décadas de la historia de Israel.
El conflicto palestino comenzó en 1947, cuando la ONU propuso poner fin al mandato del Reino Unido sobre Palestina y dividió el territorio en dos Estados, uno árabe palestino y otro judío. Jerusalén quedaría bajo un régimen internacional. Todo ello conforme a la Resolución 181 (II) de la Asamblea General, de 29 de noviembre de 1947. Desde entonces, Israel decidió que el territorio palestino sería un territorio a ocupar y así ha procedido. El conflicto se agravó en 1967 con la guerra de los Seis Días, y se recrudeció en 1973 en la de Yom Kipur. Más recientemente, las Fuerzas de Defensa de Israel lanzaron la Operación Margen Protector sobre territorio gazatí y la violencia entre ambas partes causó la muerte de cientos de civiles. El 26 de agosto de 2014, tras 50 días de combates, Israel, Hamás y los demás beligerantes aceptaron una tregua indefinida bajo mediación egipcia. El alto el fuego supondría abrir todos los pasos fronterizos y la entrada de la ayuda humanitaria, pero no llegó a producirse.
Las violaciones flagrantes del derecho internacional humanitario por las dos partes se han convertido en rutinarias y conviene explicarlo. En 1862, Henry Dunant describió el escenario apocalíptico tras la batalla entre el ejército austriaco y los de Francia y el reino de Cerdeña. En su Recuerdo de Solferino llamó la atención sobre la falta de personal médico militar en los dos bandos y sobre su desprotección. A la vista de dichas carencias, propuso la elaboración de un convenio internacional para proteger a los militares heridos y sugirió el uso de un signo distintivo, que sería la Cruz Roja, al que se añadiría la Media Luna
Roja y el Diamante Rojo. Sobre estas bases, las conferencias de paz de La Haya de 1899 y de 1907 codificaron las leyes y costumbres de la guerra terrestre. Y, entre otros tratados, los Convenios de Ginebra de 1949 y los Protocolos Adicionales de 1977 fueron construyendo lo que hoy se llama el derecho internacional humanitario o el derecho de los conflictos armados.
El derecho internacional humanitario se ha ido hilvanando bajo el dictado de dos grandes necesidades: la militar y la humanitaria. La primera, la acuñó el presidente de EE.UU Abraham Lincoln durante la guerra de Secesión a través del Código Lieber, que limitaba la conducta de los soldados del ejército del Norte: solo podrían llevar a cabo aquellos ataques “indispensables” para asegurar los fines de la guerra. Las necesidades humanitarias se acuñaron en la llamada Cláusula Martens, que prevé que las personas civiles y los combatientes quedan “bajo la protección y el imperio del derecho de gentes derivados de los usos establecidos, de los principios de humanidad y de los dictados de la conciencia pública”.
De la búsqueda de un equilibrio entre las necesidades militares y las humanitarias emanan dos grandes principios: el que obliga a distinguir entre la población civil y los combatientes y el de proporcionalidad. Merece la pena recordar ambos. Por un lado, “las partes en conflicto harán distinción en todo momento entre población civil y combatientes (…), y, en consecuencia, dirigirán sus operaciones únicamente contra objetivos militares” (artículo 48 del Protocolo Adicional I de 1977). Sobre el principio de proporcionalidad, la norma requiere tener en cuenta si el ataque o la defensa son excesivos “en relación con la ventaja militar” que se pretende obtener (artículo 51, del mismo Protocolo). El ataque indiscriminado a los asistentes a un festival de música no distingue entre civiles y combatientes ni es proporcional a la ventaja militar que se pretende obtener. Tampoco lo es la decisión de cortar el agua, el gas y la electricidad a toda una población civil. Ni la decisión de negarle el acceso a la alimentación y a los servicios sanitarios.
Privar de ayuda a la población civil y poner en riesgo el acceso de actores humanitarios a las zonas en conflicto es instrumentalizarlos y contravenir otros principios fundacionales de las normas humanitarias. La ayuda humanitaria no es ni un arma de guerra ni un medio de negociación política y facilitar su acceso es una obligación. Lo dice el artículo 23 del Cuarto Convenio deGinebra: cada parte contratante “autorizará el libre paso de todo envío de medicamentos y de material sanitario (…) destinados únicamente a la población civil de otra parte contratante, aunque sea enemiga. Permitirá, asimismo, el libre paso de todo envío de víveres indispensables”.
Tan ilegítima es la respuesta de Hamás a décadas de ocupación como la de Israel al ataque terrorista. Las opciones de que cese el conflicto son remotas. Mientras, la alternativa es un golpe permanente al derecho internacional humanitario.
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