Artículo publicado en El Correo (23/10/2023)
Desde que el criptoactivo bitcoin –el líder de la fantasía digital– fue adquiriendo notoriedad en 2010, muchas voces altamente autorizadas no han cesado de repetirlo. La lúdica creación en 2008 de Satoshi Nakamoto, rodando sobre tecnología blockchain, es poco más que el desarrollo de un juguete de edición limitada –un máximo de 21 millones de unidades– que puede tentar a los compradores de talante más lúdico, y más inconscientes, sobre la base de su escasez pero que, en todo caso, carece de valor subyacente. Si acaso puede considerarse como tal el coste del minado para su obtención, lo que cifraría su precio en unas decenas de dólares.
La posterior eclosión en su precio debida a un efecto emulación o ‘efecto bandada de peces’ sin el menor fundamento intrínseco evoca la imagen de un casino donde el jugador apuesta pensando que puede obtener un beneficio rápido, como otros lo han logrado antes que él. Se trata de activos imaginarios, esquemas Ponzzi, afectados por el síndrome ‘NQQF’, esto es: ‘no quiero quedarme fuera’. Humo sobre humo. Los entrantes en el juego consolidan obviamente la posición de los ya instalados y les otorga la razón de la repetición estadística.
La fiebre bitcoin ha alcanzado también a líderes políticos y a gobernantes. El Salvador lo ha proclamado moneda de curso legal, con lo cual ha propiciado la entrada masiva en el país de bitcoins de origen inconfesable que, vía compras en activos inmobiliarios, se blanquean finalmente contra dólares, esquilmando de paso las escasas reservas centrales. También la República Centroafricana. Dos ciudades americanas, Miami y Nueva York, han emitido sus propias criptomonedas con el apoyo entusiasta de sus alcaldes. El resultado es que MiamiCoin ha bajado más del 90% desde su punto máximo y NewYorkCityCoin más del 80%.
El contenido críptico es el ingrediente que lo hace especialmente atractivo para quienes buscan un refugio de ciberdelitos y otros crímenes de la economía sumergida, alentando todo tipo de violaciones incluido el terrorismo puro y duro. Que no sean moneda no significa que no hagan su función circunstancialmente, en mercados cerrados, muy restringidos, bajo determinados supuestos.
Como es el caso de la organización terrorista Hamás. Sus recientes ataques en territorio israelí han conmocionado al mundo entero, pero también han planteado la pregunta de la financiación del grupo. Calificada internacionalmente como entidad terrorista, Hamás está sujeta a sanciones y ha sido aislada del sistema bancario internacional. Cualquier intento del grupo de recaudar fondos es perseguido por cuerpos globales antiterroristas, especialmente entrenados.
Según la cadena CNN y el rotativo The Wall Street Journal, la respuesta está en los criptoactivos. Tres grupos, Hamás, la Yihad palestina islámica y Hezbollah han recibido cuantiosas contribuciones en forma de este tipo de ‘gadget’, que luego han cambiado por monedas internacionales o que simplemente han sido aceptadas por traficantes clandestinos de armas ubicados en la esfera criminal. The Wall Street Journal cifra en 130 millones de dólares el valor de los activos digitales acumulados por los grupos citados en los dos años anteriores al ataque de hace dos semanas.
A pesar de su difícil trazabilidad, un determinado número de los llamados ‘monederos’ que pueden recibir transferencias en criptoactivos han sido localizados y confiscados tanto por la inteligencia israelí, como por la de Estados Unidos. Fuentes del contraterrorismo norteamericano señalan que la mayor parte de los fondos han procedido históricamente de las donaciones, de impuestos a las empresas y, sobre todo, de países aliados tales como Qatar, Turquía o Irán. La minería de criptoactivos es otra fuente de financiación de la organización criminal. Naciones Unidas estima que el criptomercado financia hasta un 20% del terrorismo global.
La lógica clama por una estricta regulación del mundo cripto que no acaba de llegar. Comenzando por una praxis inexcusable exigida ya desde hace tiempo a los bancos: verificar sin excepción el titular último y el origen y el destino de los fondos.
Las haciendas nacionales se afanan –están en su obligación– en perseguir hasta el más pequeño fraude, el impago del IVA en una modesta transacción doméstica, pero al mismo tiempo asisten impasibles a la existencia de estos activos que se intercambian de forma impune, y que se contratan y programan en las cloacas de las webs oscuras, inaccesibles al público en general.
Incongruente bipolaridad.
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