La mayoría de las religiones confiesan una vida después de la muerte propiciada por una realidad suprema benévola y justa
Artículo publicado en El Correo (01/11/2023)
En su libro ‘Origen y meta de la historia’, publicado por vez primera en alemán en 1949, apenas unos años después del final de la mayor conflagración mundial, Karl Jaspers denominó «tiempo-eje» o era axial a un período de la historia universal que situaba hacia el año 500 a. C., en el proceso espiritual acontecido entre los años 800 y 200 a. C. Según Jaspers, en ese lapso de tiempo puede comprobarse la emergencia de un pensamiento autorreflexivo, de un sentido ético y político universal, de una noción metafísica de unidad, de un sentimiento religioso de lo Inmutable. Es la época del movimiento profético y de la redacción de la Torá en el antiguo Israel, de Zaratustra en Persia, de Mahavira y Buda en India, de Confucio y Lao Tze en China o de Sócrates en Grecia, críticos ante los autoritarismos de su tiempo y defensores de la liberación y salvación del individuo.
En otras coordenadas temporales, algo similar podría decirse de los orígenes del cristianismo y del islam. Más allá de lo acertado o no de la sugerente interpretación de Jaspers, parece claro que la idea de Dios, o de una Realidad Suprema expresada de muchas maneras, ayudaba a encontrar sentido al universo, a la historia y a la vida humana, e incluso podía mostrarse como un revulsivo frente a la violencia y la injusticia.
Sin embargo, en nuestros días, pareciera que el papel dominante de la religión en la esfera geoestratégica internacional se hubiera alejado del supuestamente protagonizado durante la era axial y se caracterizase por interpretaciones fundamentalistas que, aun sin ser causantes de conflictos violentos, los alimentan. Reconociendo la existencia de estos fundamentalismos religiosos, lo cierto es que miles de millones de creyentes de todas las confesiones, alejados de todo fanatismo, viven su fe de manera pacífica, afrontan con entereza las dificultades de la vida y crean redes sociales de apoyo y solidaridad, muchas veces abiertas a quienes no comparten la misma religión.
Estudios recientes muestran que las creencias y los rituales religiosos pueden ayudar a afrontar los efectos psicológicos adversos provocados por guerras como las de Afganistán y Ucrania, o catástrofes como la pandemia de Covid-19, y señalan que hay una causalidad inversa entre religiosidad y violencia política, de modo que esta última provoca una intensificación religiosa, y no al revés. En nuestro contexto más próximo, el informe ‘Jóvenes españoles 2021. Ser joven en tiempos de pandemia’, elaborado por la Fundación SM, señala un aumento de la influencia de las creencias espirituales y religiosas en la vida cotidiana de los jóvenes, de modo particular las relacionadas con las funciones de consuelo o búsqueda de fortaleza en la vida.
La Humanidad ha pasado por periodos de zozobra y confusión en los que se hacía muy difícil creer en Dios. La aparentemente inquebrantable fe del antiguo pueblo de Israel, origen de los grandes monoteísmos actuales, experimentó múltiples crisis provocadas por sucesivas invasiones extranjeras que cuestionaban el cumplimiento de las promesas divinas y la obligaron a reformularse. El jurista neerlandés del siglo XVII Hugo Grocio acuñó la famosa frase «etsi Deus non daretur», vivir como si Dios no existiera, y la pregunta sobre si se puede hablar de Dios después de Auschwitz se convirtió en un lugar común tras el Holocausto.
El hombre occidental del siglo XXI parece experimentarse como problemático y escéptico ante la posibilidad de explicarse a sí mismo, lo que dificulta aún más su relación con Dios. Todo ello no ha llevado a un ateísmo universal, pero sí a un replanteamiento de lo que pueda entenderse por Dios. La imagen del Dios absolutista y controlador, todopoderoso y omnipresente, muy del gusto de los fundamentalismos religiosos, parece haber dado paso a la imagen, al menos en el cristianismo, de un Dios débil, solidario con el ser humano sufriente, al que acompaña sin imponerse, casi de manera inadvertida. La imagen de lo que se entiende por Dios es más poliédrica y menos encorsetada en dogmas e instituciones religiosas.
La mayoría de religiones confiesan una vida después de la muerte propiciada por una realidad suprema benévola y justa. Esto supone creer en la vida y el bien por encima de la muerte y el mal. Es creer que la historia global de la Humanidad y la historia particular de cada hombre y cada mujer tienen sentido y serán recuperadas por Dios, cualesquiera hayan sido las circunstancias por las que pasaran.
El filósofo austriaco Ferdinand Ebner sostenía que el único lenguaje auténtico es el inspirado por el amor. Si esto es correcto, puede decirse que la palabra ‘Dios’ solo seguirá siendo significativa para una Humanidad tantas veces herida y confusa en la medida en que lo que se predique de ella posibilite realmente grupos y comunidades solidarias, plurales e inclusivas.
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