Artículo publicado en Deia – edición impresa y online (03/12/2023)
Ha muerto con 100 años Henry Kissinger, uno de los personajes clave del siglo XX. El final de la guerra de Vietnam, las relaciones entre Estados Unidos y China, la distensión con la URRSS y tantos otros episodios no pueden contarse sin conocer la figura quizá más significativa en la política exterior de los Estados Unidos de esas décadas que van desde la muerte de Roosevelt hasta la llegada de Reagan.
Su nombre fue sinónimo para muchos de nosotros de aquello contra lo que combatir. Pero abarcar a un personaje de trayectoria tan amplia y variada requiere visores de mayor alcance y un reconocimiento de la insuficiencia de los esquemas binarios de halcones y palomas, intervencionistas o aislacionistas, para comprender la política exterior norteamericana.
Algunos de los libros de Kissinger son imprescindibles para estudiar las relaciones internacionales, pienso en Diplomacia (1994) o en su más reciente Orden Mundial (2014), de los que incluyo capítulos en las recomendaciones de lectura para mis alumnos. Guardo en mi biblioteca una primera edición que encontré en una librería de viejo en Londres, hace ya demasiados años, de su primer libro, publicado en los 50, basado en su tesis doctoral sobre las negociaciones de reconstrucción de Europa entre 1812 y 1822. Desde entonces Kissinger no dejó de escribir y participar en los debates públicos: recientemente publicó sobre la política en los tiempos de la Inteligencia Artificial (2021) y sobre el liderazgo político (2022).
Hace tan solo dos o tres semanas compartí en clase unas páginas suyas para ayudarnos a reconocer las distintas escuelas o técnicas de negociación internacional. Esta misma semana hemos estudiado, en el marco del tema dedicado a la Jurisdicción Universal, el caso Pinochet y su nombre volvió a aparecer.
Es Chile, el caso que toca más de cerca nuestro imaginario político y emocional, donde la figura de Kissinger agrede de forma más cruel nuestra biografía de afectos, pasiones y convicciones.
Es bien conocido su papel en la desestabilización injusta de Salvador Allende, en la campaña insufrible y mentirosa de criminalización y ahogamiento de aquel gobierno legítimo, en el golpe de estado de Pinochet, así como en la legitimación internacional del régimen criminal que surgiría. Kissinger hizo posible primero y bendijo después crímenes de una gravedad y amplitud sin precedentes en la zona. Esa indigna vergüenza, junto a otras, debe acompañar su nombre por siempre.
Pero no es siempre cierto aquello de que la historia la cuentan solo los vencedores, puesto que hoy las palabras de Allende resuenan más fuertes que cualquiera de las de sus perseguidores en nuestra memoria colectiva. Dijo el presidente en sus últimas dramáticas palabras: “Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.”
La historia y su conocimiento son el arma más poderosa con la que cuentan los jóvenes para hacer política, para de verdad cambiar cosas. Pero para hacer historia, decía Snyder, los jóvenes deben comenzar por conocer algo de ella. Si nuestras jóvenes generaciones no gozaran de una formación profunda, rigurosa y crítica de la historia, con acceso a los textos en su contexto, no podrán desplegar un verdadero espíritu crítico, sino ese sucedáneo arbitrario y tramposo que a veces tomamos por tal.
Es Allende quien debe hablar en la semana de la muerte de Kissinger. A la fuerza poética de sus palabras sumaríamos así la justicia poética de escuchar al agredido en el velatorio de su agresor: “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.
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