Artículo publicado en Deia – edición impresa (09/01/2024)
A pesar de que algunos nieguen persistentemente el cambio climático, la meteorología se manifiesta más caprichosa y feroz que nunca, alternando entre un intenso calor y violentas tormentas que agitan y sofocan nuestros ánimos. Los últimos cuatro años han sido un torbellino. Una pandemia que amenazó con acabar con nuestra civilización, seguida de guerras que se entrelazan y eventos trascendentales, como el fortalecimiento del control de Marruecos sobre el Sahara o la absorción de Nagorno Karabaj por Azerbaiyán. En medio de todo, los climas extremos del Sahara y de Islandia nos invaden de manera alternante. La tecnología avanza a pasos agigantados, cumpliendo en gran medida el sueño de Aristóteles de liberar a los humanos de las tareas esclavizadoras. Pero, paradójicamente, usamos ese tiempo ganado en más actos de barbarie.
La esclavitud, prescindible en teoría, persiste en nuevas formas. Nos hemos convertido en nuestros propios peores enemigos. La historia se reescribe según la conveniencia del más poderoso, aplastando al débil impunemente en nombre de narrativas manipuladas.
Supongo que los más jóvenes pensarán que el mundo ha sido siempre así, que del mismo modo que cada año se lanza una nueva versión del iPhone o se produce un avance importante de la mano de la inteligencia artificial, como el ChatGPT que traduce y corrige textos, o que directamente los redacta por nosotros (mucho mejor que el viejo Rincón del Vago), siempre en el pasado salimos a una calamidad mayúscula al año. Como prueba de que el pasado no fue igual, a los alumnos les suelo hacer observar que solo vamos por la versión 15 del iPhone y no por la 2.023. Se trata pues de un invento relativamente reciente.
El espectáculo es magnífico y no hace falta ir a la ópera o al circo para contemplarlo; basta observar lo que acontece a nuestro alrededor. Aunque la libertad individual avanza, las contradicciones son evidentes. Algunos, empujados por su fervor religioso, deciden vestirse y vivir como en la Edad Media, olvidando tal vez que si Jesucristo y los demás profetas viviesen hoy, probablemente se vestirían con vaqueros y camiseta. Por otra parte, empezamos a poder elegir también libremente nuestro género, más allá de las limitaciones del cuerpo que se nos concede al nacer. Sin embargo, nuestras democracias limitan la libertad de expresión en temas polémicos, evitando que las opiniones divergentes desencadenen conflictos.
Las contradicciones cada vez más visibles se multiplican y alimentan mutuamente, resonando cada vez más fuerte, hasta el punto que uno se pregunta cuál puede ser el mejor refugio para poder vivir una vida digna y discreta, sin molestar a nadie y sin que enreden a uno. Es difícil.
Hay países ruidosos por naturaleza, como el nuestro, que otros aprecian por su fantástico ambiente y sus festejos. Y hay lugares tranquilos para vivir, donde el vecino solo habla para quejarse de que el otro no sea invisible e insonoro, y que su caminar haga crujir las escaleras de madera al pasar. Nuestros progenitores, que no lo tuvieron fácil por haber vivido en su niñez una guerra y después una larga y estúpida dictadura, nos educaron para que aprendiéramos y enseñáramos. Ellos creyeron que la fuerza más poderosa del futuro sería la del saber y de la razón. No en vano cuando nuestra universidad pública se fundó adoptó el lema “Eman ta zabal zazu” (da y extiéndelo) que completa perfectamente otras frases que representan nuestra historia y devenir, que nos guían, como “Iturri zaharretik ur berria edaten dut” (Bebo agua nueva de la vieja fuente).
Pero los humanos somos obstinados y en lugar de abrazar esos principios, que posiblemente nos conducirían a una sociedad más pacífica y justa, preferimos justo lo contrario, y cada día alzamos un palmo más en el gran muro de la sinrazón, haciendo que sea la fuerza la que sustituya a la verdad de la razón.
¿Acaso hemos incurrido en un lapsus de trabalenguas entendiendo “la razón de la fuerza” en lugar de “la fuerza de la razón”? Tengo un amigo que ya casi ni habla y cuando lo hace es de manera concisa. Dice que es su contribución a una sociedad cada vez más alborotada y estérilmente ruidosa. Dedica deliberadamente buena parte del día a pensar. Sé que escribe unas notas que nunca publica ni comparte pues, dice, ya nadie escucha, ni lee, ni hace caso. Y tiene un poco de razón.
La gente ya apenas tiene tiempo para leer, aunque cada vez se publica más. Pero, en realidad, está casi todo dicho. Tal vez por eso en las redes sociales proliferan menajes condensados con las frases de los sabios de antaño y su foto, píldoras de consumo rápido de sabiduría.
Hemos comprimido la democracia a su mínima expresión, reduciéndolo todo a la dinámica del “+1” : Con un voto más te lo llevas todo y, con uno menos, te quedas sin nada. Es la democracia de casino. También hay métodos Montecarlo en Matemáticas: si no tienes ni idea elige una solución al azar y si no es lo bastante buena elige otra. Si sigues así indefinidamente encontrarás alguna decente, o, al menos, menos mala.
A pesar de todo hay motivos para ser optimista. El humano, cuando encuentra ocasión, aún disfruta de leer, estudiar, aprender y enseñar y aún hay quienes lo hacen con pasión, dispuestos a entregarse con generosidad, al igual que lo hacían nuestras primeras andereños que realizaban su función, sin siquiera saber si su profesión era legal, pero con la firme convicción de que educaban a una nueva generación que construiría un país y un futuro más libres. No sé si estarán del todo contentas con lo que hemos hecho. Tal vez esperaban algo más de arrojo, aunque no tanto como el que ellas tuvieron. Más que nunca es el momento de la razón, que debemos de cultivar con obstinación, pues no es verdad que nada tiene remedio y que todo da igual. Las especies en vías de extinción pueden aún cuidarse para que sobrevivan, al igual que las lenguas minorizadas, y ha de seguir ejerciéndose la política inteligente y valiente para alcanzar las metas que son legítimas.
Hace poco, en el complejo proceso conducente a los pactos para el nuevo Gobierno de Madrid, hemos podido comprobar que la valentía puede finalmente dar resultados, aunque sea contra pronóstico, a medio plazo, y con gran coste.
Tal vez sea el momento de no decir de más, para no molestar al vecino. Pero de ninguna manera podemos permitirnos el lujo de decir de menos. No es verdad que la razón resida en la fuerza o que el multilingüe peque de obtuso o sectario cuando recuerda al monolingüe la importancia de respetar y cultivar la lengua pequeña, y que estas rara vez sobreviven cuando sus hablantes no constituyen un pueblo con la capacidad de gobernarse así mismos para proteger su cultura.
Miles de personas en las calles de Bilbao demostraron hace unos días que aún hay muchos que creen en la fuerza de la razón. Hay pues esperanza pero, contrariamente a lo que se creía a principios de la década de los 60 cuando arrancaron las ikastolas, hoy la situación es paradójicamente más difícil que entonces. La dichosa globalización… Las nuevas generaciones deben pues saberlo. Es muy probable que en 2073 la situación sea más difícil aún que hoy. En sus manos está el futuro.
Todo esto me recuerda la viñeta que hace poco me enviaba ese amigo voluntariamente semimudo. La gente camina hasta llegar a un cruce de caminos que bifurcan con dos opciones. En la de la izquierda se puede leer “Simple pero falso”, en la de la derecha “Complejo pero correcto”. Todos menos una joven eligen el camino de la izquierda. ¡Acompañemos a esa joven!
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