Artículo publicado en Deia – edición impresa (14/01/2024)
El Congreso de los Diputados ha sido esta semana epicentro de la información política. Se han aprobado los decretos denominados ómnibus y anticrisis. El tercer decreto, sobre subsidios de desempleo, ha sido rechazado. El gobierno ha sufrido lo indecible, con Junts sobreactuando su cuarto de hora de influencia para compensar sus frustraciones de una forma que está por ver que resulte constructiva para nadie, y Podemos centrado en su autorreferencial pelea con la vicepresidenta que parece condenada a una lógica inmoladora en la que todos pierdan y la derecha gane.
Feijóo, por su parte, sigue en la peligrosa lógica de centrar su discurso en el sobrecalentamiento de las emociones más primarias. Ante los decretos no presenta la posición de su partido sobre el contenido de lo que se ha de aprobar, sino que repite: “mi país no se merece este esperpento, esta deshonra, esta humillación”. Se insiste así en excitar las emociones con llamadas (vergüenza, humillación¿) a despertar instintos irracionales. Sin embargo, en el Congreso también hay gente que trabaja con rigor. Cuenta, por ejemplo, con una Oficina de Ciencia y Tecnología denominada Oficina C, que es una iniciativa conjunta con la Fundación Española de Ciencia y Tecnología (FECYT).
Esta Oficina prepara, para facilitar el trabajo de los diputados, informes breves y accesibles, que contextualizan y resumen el conocimiento científico sobre diferentes temas que los propios diputados han seleccionado. Estas últimas semanas, por ejemplo, se han publicado informes sobre: envejecimiento y bienestar; calidad del aire; neurociencia; enfermedades neurodegenerativas; desinformación en la era digital; e incendios forestales. Estos informes han contado con la colaboración de 121 personas expertas de la comunidad científica e investigadora española e internacional. Los documentos están a disposición de todos nosotros publicados en abierto. Es la ventaja de la transparencia en las sociedades democráticas y de derecho, que tenemos, si estamos dispuestos a hacer el esfuerzo de leer cosas buenas, acceso a la mejor información disponible. Sin embargo, es paradójico que cuando disponemos de la mejor información que en ningún momento de la historia nadie soñó tener, decidimos libremente lanzarnos de cabeza en el lodazal de la desinformación, las mentiras y las fake news.
Estamos ante uno de los grandes temas de nuestro tiempo. El nuevo informe sobre riesgos globales del World Economic Forum recoge que, si bien la comunidad internacional entiende que los riesgos asociados al medio ambiente, como el cambio climático, son los más graves a medio plazo (10 años), el más urgente y peligroso a corto (2 años) es la desinformación. La desinformación es, según el informe de la Oficina C, “la información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población y que puede causar un perjuicio público. La desinformación construye relatos que sustituyen la verdad por verosimilitud y entremezcla contenidos falsos y veraces. Para tener éxito, no necesariamente necesita generar falsas creencias, es suficiente con provocar confusión, desconfianza, dividir y amplificar sesgos y prejuicios “.
La paradoja consiste en que, cuanto mejor acceso a la información tenemos, optamos por informarnos con mayores prejuicios, con menor rigor, con mayor pereza, con peores fuentes, con mayor griterío y con menor criterio, todo lo cual nos lleva a una democracia de menor calidad. El informe sobre el Índice de Progreso Social mundial, otra gran fuente de información accesible, que se ha publicado esta semana incide sobre este último punto. De la miríada de indicadores que analiza este índice hay tres que han sufrido especialmente en los últimos años en el mundo. Uno de ellos es el de la salud, debido a los efectos de la pandemia, lo cual era previsible. Los otros dos corresponden con el disfrute de libertades y con la participación política.
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