La misión Apolo consolidó el descubrimiento de internet y los teléfonos inteligentes, pero por ser a ‘cualquier precio’
Artículo publicado en El Correo (15/04/2024)
La reciente notificación de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), acerca de la toma de un porcentaje relevante en el capital de Telefónica, ha reabierto la polémica sobre la figura del Estado como empresario público, su conveniencia, su oportunidad y su eficacia.
La cuestión de fondo, en una economía social del mercado, reside en si es compatible y conveniente la concurrencia estatal en un espacio ya de por si fuertemente intervenido por las instancias públicas, no solamente por su presencia rotunda en la regulación diaria de todos los sectores de la producción sino también por su condición de demandante de excepción en el PIB, acaparando hasta el 50% de la demanda agregada a través del consumo y la inversión pública consignados en los presupuestos generales del Estado.
Según manifiesta el ‘holding’ público, la entrada de la SEPI obedece a una vocación de permanencia que permitirá proporcionar a Telefónica una mayor estabilidad accionarial para la consecución de sus objetivos, contribuyendo a la salvaguarda de sus capacidades estratégicas. Un moderado eufemismo para señalar que una empresa estratégica y de vanguardia no debe claudicar por una ingenua interpretación liberal a los intereses generales del país y ser fagocitada, sin oposición, por intereses ajenos al país. A nadie con un ápice de perspicacia se le escapa que la decisión del Gobierno no es otra que la de protección de la compañía moviendo una figura del ajedrez accionarial en defensa frente a la presencia de Saudí Telecom, que ya detenta el 10% de la tecnológica. Si es así, no debe repugnar la decisión de la SEPI. En el entretanto Pallete ha proclamado proporcionalidad tajante en el consejo tras la entrada de los nuevos inversores. La medida de la SEPI hay que interpretarla, en consecuencia, entre las defensivas y de subsidiariedad al servicio de la preservación de un activo reputado esencial para el país que la adopta.
Lo de subsidiariedad, sin embargo, que es un modismo liberal y fácilmente asumido por una sector de la opinión, tiene enormes detractores. Si tienen dudas pregúntenselo a la mediática Mariana Mazzucatto, acreditada académica y empresaria y consultora de gobiernos. Según ella, el Estado no es una ‘ancilla’ (esclava) y debe de ser la punta de lanza de la inversión y de la innovación de un país.
Para Mazzucato el ‘estado del arte’ tradicional es insuficiente y en cierto modo insultante. Muy al contrario, el servicio público debe «sentarse al volante en el asiento del conductor», asumir su nuevo protagonismo e iniciar «misiones» en los distintos ámbitos en los que el mercado se ha mostrado inca
paz de su cometido. Debe construir ‘catedrales’ en el sentido de la ambición del proyecto y del desconocimiento de los plazos y recursos necesarios en su construcción. «Las misiones requieren pensar a largo plazo y en una financiación paciente».
La intelectual londinense alude una y otra vez a un ejemplo histórico de la Administración americana. En septiembre de 1962, en un famoso discurso en la Universidad Rice, el presidente John F. Kennedy anunció que el Gobierno de EE UU emprendería «la aventura más peligrosa y grande en la que se haya embarcado el hombre: llevarlo a la luna y traerlo de regreso a salvo». Así sucedió siete años después, el 20 de julio de 1969. No se trató -razona Mazzucato- de un proyecto con un presupuesto rácano y calculado y una vigilancia restrictiva y melindrosa. Simplemente se trataba de una ‘misión’ que debía concluirse a cualquier precio, que transformó la sociedad produciendo ingentes y sucesivos estratos de ‘valor de derrame’. La misión Apolo consolidó el descubrimiento de internet, produjo una explosión cualitativa del software, de los modernos teléfonos inteligentes, del GPS y supuso una multiplicidad de avances clave en los campos de la nutrición, de las prendas espaciales o las aplicaciones geológicas y aerodinámicas que catapultaron la industria tecnológica hasta nuestros días.
¿Por qué no replicar, bajo la guía y faro del Estado, la intensidad de la misión Apolo o la disponibilidad ilimitada de recursos desplegados en una guerra -es otra de sus referencias- a los graves problemas de la humanidad, en particular la transición ecológica o digital, extensible al resto de la agenda 2030 de los 17 objetivos de desarrollo sostenible?
Casi nada, Mazzucato.
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