Artículo publicado en Expansión (01/05/2024)
Mi madre me dijo en varias ocasiones una frase que ha vuelto a mí en diferentes momentos: “Errar es humano, perdonar es divino”. Nunca había buscado su procedencia hasta ahora, hasta esta maravillosa provocación de mirar más allá de la palabra, de pensar en algo más que en esas seis palabras. La frase se le ha atribuido al poeta británico Alexander Pope (1688-1744), y, aunque la autoría no está consensuada, sí parece que tiene continuación. “Errar es humano, perdonar es divino, rectificar es de sabios”. Ni mi madre ni la frase dejan de sorprenderme.
Hace no demasiado tiempo alguien me preguntó: ¿de qué te sientes orgullosa en tu vida? Creo que lo primero que me vino a la cabeza sin el filtro de buscar la respuesta correcta fue de haber perdonado. No lo supe en su momento, pero lo voy sabiendo con el tiempo, voy entendiendo el bien que me hizo y que me sigue haciendo. Porque perdonar libera, transforma, rescata. A todos los niveles, y el mundo del trabajo no es una excepción. Una cultura de empresa que promueva la empatía, la responsabilidad y el aprendizaje de los errores puede fomentar un gran escenario para equivocarse y aprender, para aceptar los errores, los ajenos y los propios. Para salir de la trampa de la perfección. Para perdonar y perdonarse.
Everett Worthington, ingeniero nuclear, investigador, doctor en Psicología y profesor emérito en Virginia Commonwealth University, ha dedicado su existencia a estudiar el perdón. Y lo impactante es que sus libros se convirtieron en honda verdad personal. Su madre fue asesinada y el apetito de venganza parecía la respuesta natural. En una entrevista a La Vanguardia, Worthington decía: “Cuando me enteré tenía junto a mí el bate de béisbol y pensé: Ojalá estuviera aquí ese tío, le daría con el bate hasta matarlo. En realidad, mi reacción era peor que la suya porque yo era un hombre más maduro y un experto en el perdón, y pese a ello lo habría matado a golpes”. En la entrevista, el periodista atina a decir un “normal”, a lo que Worthington responde. “¿Quién tiene el corazón más oscuro: él, que al ser sorprendido mata, o yo que con toda la intención decido que quiero matarlo? Darnos cuenta de que no somos mejores que los demás es revelador”.
Y en esa reflexión en la que me he quedado enredada, porque enmarañarse no es difícil, porque quedarse en el rencor atrapa, porque en la frase “perdono, pero no olvido” está el engaño que enferma.
Tener rencor y resentimiento, no perdonar, tiene graves repercusiones para la salud: eleva el riesgo de infarto y debilita el sistema inmunitario, entre otras problemáticas. Y por si necesitábamos algún dato más, Worthington afirma: “El rencor eleva los niveles de cortisol, lo que provoca que los tejidos neuronales reduzcan su grosor un 25%; se nos encoge el cerebro. Y también afecta a las funciones digestivas, sexuales y respiratorias; influye en todos nuestros órganos y afecta a nuestra salud mental”.
Decidir perdonar es racional; perdonar entendiendo es emocional; y sana. William Shakespeare escribía, pensaba, investigaba y recitaba teniendo en cuenta su poder: “El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que lo da y al que lo recibe”. Y quizás no necesite se
hazaña quijotesca, sino tener la clara intención de empatizar, de recordarse que equivocarse es parte de la estadística, que las personas erramos, que la cultura de la confianza pasa porque las personas de las organizaciones tengamos la posibilidad de equivocarnos y aprender. Y es precisamente en ese aprendizaje donde surge la magia. Porque la cultura organizativa juega un papel crucial en la innovación, y, sin embargo, la propia cultura a veces ahoga, castiga, limita y disfraza de fracaso los intentos. Porque innovar lleva casi implícito equivocarse, intentar, errar para rectificar. La manera de innovar, según el profesor de Estrategia e Innovación de Babson College Jay Rao es “equivocarse mucho, rápido y barato para acertar”, pero errar, a base de experimentar y fallar, de constancia, de avanzar con más certeza.
Escucho a Brenda Lee su I am sorry, esa canción de los sesenta del siglo pasado y pienso que en este recorrido del Quijote a Shakespeare pasando por Worthington, Brenda Lee y el mundo actual de las organizaciones, del tiempo de replantearnos la forma en la que trabajamos, lideramos y vivimos, las cosas importantes se vuelven cruciales. Y si de hazañas y Don Quijote hablamos, él mismo volviéndose a Sancho le dijo: “Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo”.
Comprendo ahora a todos los que en algún momento me han sugerido hablar del perdón como esos básicos esenciales, ya que “libera el alma, hace desaparecer el miedo. Por eso el perdón es un arma tan potente”, sentenciaba Nelson Mandela, premio Nobel de la Paz en 1993.
El perdón como arma invencible
‘Invictus’ es el título de un poema de 1875 de William Ernest Henley que Nelson Mandela convirtió en su mantra durante los 27 años que estuvo en prisión. Además, dio título a la película dirigida por Clint Eastwood y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon que contaba la historia del equipo sudafricano que ganó la Copa Mundial de Rugby de 1995 tras el fin del ‘apartheid’. El poema dice: “Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta. En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada, pero erguida. Más allá de este lugar de cólera y lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma”.
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