El mejor medio para acompañar a la víctima es la escucha empática que genere confianza en que se la va a proteger
Artículo publicado en El Correo (21/05/2024)
Nos acercamos al final del curso y renace en las comunidades educativas la preocupación por el ‘bullying’. Un concepto cuyo uso extendido y continuado ha propiciado que, en ocasiones, se vacíe de contenido o simplifique. Sin embargo, está cargado de matices en función, entre otros factores, del tipo de acoso al que nos referimos: físico, psicológico, verbal, sexual, tecnológico, indirecto o relacional.
Su impacto no debería ser valorado solo en términos de conductas objetivables (golpes, insultos o roturas de objetos), sino atendiendo también a las variables relacionales que, invisibles pero sostenidas en el tiempo, hacen que el daño se multiplique por la incomprensión del entorno («¿no te parece que estás exagerando?»). Los investigadores Crick y Crotperter definen este tipo de ‘bullying’ como aquel que se produce cuando se quiere hacer daño a alguien, afectando a sus relaciones y buscando su aislamiento. Se trata de un comportamiento hiriente que no implica una amenaza física o verbal fácilmente detectable desde el exterior. Su objetivo es el de minar la confianza, seguridad y autoestima de la víctima a través de la manipulación deliberada y el daño en las relaciones entre pares. Se da con más frecuencia entre las niñas e incluye, como defiende la experta en agresiones relacionales Susan Fee, la difusión de rumores, difamación, risas, miradas, comentarios, silencios o generar pactos secretos para aislarla.
El símil del iceberg, según el cual cuando alguien se atreve a pedir ayuda solo puede mostrar la punta visible de lo que está soportando, debería ayudarnos a poner el énfasis en comprender y acompañar, sin juzgar, minimizar o interpretar lo que escuchamos, ya que nadie sabe más de su sufrimiento que la propia víctima (aunque todavía no encuentre la forma de comunicarlo).
Esto solo se consigue con una escucha genuina y empática que permita que, además de los hechos, puedan surgir los sentimientos y las ideas que la atormentan, introyectadas como consecuencia de una larga situación de maltrato, en una lucha desigual, sufrida en soledad. Ideas como ‘hay algo malo en mí’, ‘siempre me van a perseguir sus miradas’, ‘nadie lo va a entender’ o ‘no se puede hacer nada’, grabadas a fuego por mucha gente durante mucho tiempo, y que no van a diluirse porque le digas un «¿estás segura?» o «pero en realidad ¿qué te hacen?».
Cuestionar el sufrimiento de la víctima, minimizarlo, devolverle parte de la responsabilidad de lo ocurrido, buscar en ella una comprensión hacia las compañeras («ellas también lo están pasando mal») sólo conseguirá romper la comunicación, dejándola más aislada y anhelando, como única salida, un cambio de centro.
Esta opción se convierte en su última esperanza, sin ser consciente de que, con independencia de las incomprensibles grandes dificultades administrativas existentes para conseguirlo, el problema podría trasladarse con ella.
Primeramente, porque al dejar su cole, se pierde el relato de lo ocurrido, y la historia es versionada por las acosadoras y sus familias (nadie te llamará para preguntarte por qué tu hija no está en el cole, sino que se comentará en el patio atribuyéndole a ella ciertas rarezas que justifiquen el acoso).
Pero, además, la hiperconectividad actual puede permitir que los hilos de las maltratadoras lleguen hasta el nuevo centro poniendo contra la víctima a sus nuevas compañeras. La necesidad de salvarse a sí misma y justificar el daño realizado hace que la acosadora necesite influir sobre más personas (como una forma de violencia aisladora), para demostrar que la víctima se merecía lo ocurrido (‘¿ves? le pasa en todos los sitios’, ‘es ella la rarita’), despertando los fantasmas, consolidando sus ideas introyectadas y retraumatizándola (‘por mucho que lo intente, alguien siempre va a encontrar algo malo en mí’).
En el mundo de los protocolos, registros de conductas y cifras (somos más que lo que hacemos), no deberíamos perder de vista que el mejor medio para explorar, prevenir, detectar o acompañar el acoso, pasa por una genuina escucha empática que genere seguridad en la relación y confianza en que se le va a proteger. Ya que la mejor intervención se vuelve ineficaz si la víctima se encierra en sí misma viendo la huida como la única alternativa.
Atenderla, dotarle de recursos personales e implicar a los espectadores es clave en cualquier intervención, pero no es suficiente. Debemos ser creativos, experimentando e investigando cómo trabajar con lo relacional y los grupos de iguales, para prevenir y proteger, así como dotar a las víctimas de esperanza para conseguir que la rima de Sabina no se siga aplicando con tanta crueldad: «Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena». Porque las heridas relacionales, como dice Richard Erskine, solo sanan con la relación.
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