Artículo publicado en Deia (12/06/2024)
Ya tenemos definido el Parlamento Europeo para los próximos cinco años. Y una vez más, su elección se ha realizado básicamente en clave estatal. La mayor parte de los electores ha decidido su voto pensando en las dinámicas políticas de su propio país, sin conocer apenas a los candidatos europeos por los que han votado. Más allá de Ursula von der Leyen, candidata del Partido Popular Europeo, serán pocos los votantes que conozcan a Walter Baier, Sandro Gozi o Nicolas Schmit, aunque han sido los candidatos europeos de EH Bildu, PNV y PSOE, respectivamente. En las elecciones europeas siguen funcionando, y muy eficazmente, las culturas políticas estatales. Y estaremos muy lejos de construir una cultura política europea más o menos compartida mientras los estados sigan siendo los principales espacios de socialización e identificación de las personas.
El hecho de que las elecciones europeas sean en la práctica una suma de 27 elecciones internas ejerce un impacto moderador en el resultado global. No generan una única tendencia electoral que marque el resultado de una manera clara como cuando hay elecciones en espacios más cohesionados culturalmente. Por el contrario, se producen 27 tendencias diferentes y estas, en buena parte, se compensan o anulan entre sí. Por ello el Parlamento Europeo no ha experimentado cambios radicales en las diez elecciones celebradas hasta la fecha. Esa aparente estabilidad se debe a que el efecto estatal atomiza las tendencias políticas y hace que estas se compensen, al menos parcialmente.
Así que para analizar adecuadamente los resultados de las elecciones europeas hay que hacer al menos dos cosas: en primer lugar, tomar una perspectiva temporal amplia; en segundo lugar, considerar la compensación de dinámicas estatales a la hora de valorar las tendencias. Si, por un lado, es cierto que los cambios políticos en Europa nunca son tan bruscos, por otro lado, hay que dar más importancia a las tendencias que se consolidan en ciclos largos de tiempo, dado que también serán más difíciles de revertir. Por ello, aunque los cambios producidos en el resultado del domingo no parezcan a primera vista tan relevantes numéricamente, pueden serlo, y mucho, en un contexto de medio plazo.
Pues bien, analizando los resultados producidos este domingo, y (muy importante) considerando también los 100 eurodiputados que aún no están asignados a los grupos existentes, tenemos que destacar tres datos fundamentales que expresan sendas tendencias políticas robustas.
Primero: Las derechas han conseguido por primera vez la mayoría absoluta. Esta será la décima legislatura del Parlamento Europeo, pero será la primera vez en la que los diputados escorados a la derecha, más allá del grupo liberal-demócrata, obtienen por sí solos una mayoría absoluta. Las derechas han pasado de disponer de un 46% de los escaños a un aproximado 54%. Por vez primera, el fiel de la balanza del Parlamento Europeo no se encuentra en el centroizquierda o en el centro, sino en el centroderecha.
Segundo: La mayoría institucional ha perdido margen de seguridad. Hasta la fecha, la colaboración entre los grupos socialdemócrata, liberal y popular ha sido la base para la conformación de las restantes instituciones europeas. Hasta hace dos décadas, era prácticamente impensable que los gobiernos de los países europeos no estuvieran dirigidos por partidos de estos tres grupos. Pero el apoyo en la cámara de los tres grupos centrales, aunque aún mayoritario, ha disminuido sustancialmente. Entre 1994 y 2009 sumaban más del 70% de los escaños, pero desde entonces han perdido apoyos en tres elecciones consecutivas. Hoy, esta mayoría institucional está en la cifra más baja de toda la serie histórica con un aproximado 56%. El problema no es el dato en sí mismo, sino la solución que quiera buscarse para asegurar una mayoría que, con estos porcentajes, está en serio peligro de no ser fiable, porque la disciplina de voto en Europa no funciona como en los parlamentos internos. La ampliación de los apoyos parlamentarios para conformar las instituciones europeas debería hacerse hacia los grupos que apoyan extender derechos sociales y civiles. El riesgo es que la extensión de ese núcleo central se quiera producir hacia la derecha extrema, con la excusa de atraer a la colaboración institucional a partidos que se han presentado a las elecciones con ideas que van en contra del proyecto europeo (y, en algunos casos, de los derechos humanos).
Tercero: El mapa político europeo se sigue polarizando y escorando. En el Parlamento Europeo se encuentran representadas posiciones políticas más moderadas y más extremas. Tanto a izquierda como a derecha, las primeras han dominado sobre las segundas con una ventaja considerable. Pero esta ventaja se ha reducido mucho y este reequilibrio se ha producido exclusivamente en el lado derecho del espectro ideológico.
Alguien podría alegar que en las dos primeras legislaturas existía también un importante número de europarlamentarios alineados a la derecha del Partido Popular Europeo y que solo en los años ochenta y noventa este pasó a dominar claramente el sector derecho del parlamento. Numéricamente hablando, esto puede ser cierto, pero merece un análisis más detallado. Algunos grupos que se conformaron en aquellos años a la derecha del Partido Popular Europeo alinearon a partidos conservadores o moderados que no habían surgido de la corriente original de la democracia cristiana. Hablamos de formaciones que hoy se sientan en el propio grupo popular (como el centroderecha francés de Rassemblement pour la République, hoy representado por Les Républicains) o incluso en el liberal (como el Fianna Fáil irlandés). Se trataba de partidos que hoy no formarían parte de la derecha extrema. Dicho de otro modo, aquellos grupos no pueden equipararse con los dos grupos actuales de derecha extrema ni pueden sus números ser directamente comparados.
Esto apunta a la tendencia que más se consolida en la historia del Parlamento Europeo, que es la subida constante de partidos ultraconservadores que exhiben un fuerte nacionalismo estatal, pero que sobre todo proponen soluciones tan fáciles y simplistas como imposibles o ineficaces. En una palabra, partidos que basan su éxito electoral en el populismo, que defienden el euroescepticismo, el rechazo a la inmigración y la diversidad, el egoísmo grupal como política, el desmantelamiento de la solidaridad colectiva, la ilegalización de partidos y la reducción de derechos civiles, sociales y políticos para todas las personas, pero sobre todo para las personas inmigrantes, extranjeras o diferentes por su condición étnica, religiosa, lingüística, nacional, de identidad de género o de orientación sexual.
Si lo esperable (estadísticamente hablando) en un Parlamento estándar es que algunos grupos políticos centrales tengan mayor tamaño y otros, sobre todo los situados lateralmente en los extremos, tengan un peso inferior, el Parlamento Europeo está adoptando una forma desequilibrada con una severa inflamación en su sector más a la derecha sin correspondencia simétrica en el otro lado, lo que constituye un síntoma problemático sobre la salud social y política de la colectividad que aquel representa.
Este enorme buque que llamamos Unión Europea está escorándose hacia el lado de estribor, sobre el que un iceberg político nos ha golpeado con fuerza, produciendo una vía de agua que no solo no se detiene, sino que crece elección tras elección. Si este barco se sigue escorando, el proyecto europeo de libertad, justicia y democracia avanzada no será viable, porque Europa no es posible sin inmigración, sin solidaridad, sin federalizar decisiones importantes, sin derechos civiles y sociales para todas las personas y para todos los grupos. Para mantener la competitividad europea hay que seguir destacando en valores, en solidaridad y en bienestar compartido, y todo ello requiere más Europa, más diversidad, más democracia y más derechos. No lo contrario.
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