Sentimientos de pertenencia distintos pueden buscar acuerdos vivos y flexibles
Artículo publicado en El Correo (24/06/2024)
Un nuevo lehendakari jura bajo el roble. El acto y el lugar, la jura y el árbol, aportan sabores tradicionales, pero crean innovadores maridajes.
Llamamos pactismo o contractualismo a ese sistema que venía en la historia definido por un acuerdo, formalizado en una jura, entre el monarca y el territorio. Fue propia de las monarquías compuestas y resultó muy común en Europa. Lo fue en los reinos peninsulares, especialmente en Aragón, pero tampoco resultaba ajena a Castilla, seguramente hasta que la guerra de las comunidades alteró los equilibrios. Lo fue en la mismísima Francia hasta bien pasado Bodin y su ideal de soberanía única.
Empleamos también el término pactismo para señalar elementos de las prácticas políticas contemporáneas que incluyen rasgos de bilateralidad negociada en Estados de gobernanza compleja no uniformizadora. En el caso vasco, con soberanías simultáneas y superpuestas, la aplicación del término es más que plausible. Hay, por supuesto, otros ejemplos en Europa.
El pactismo -huyamos de simplismos, sean de intención apologética o denigratoria- no es algo que podamos definir de una manera plana. El pactismo es una cultura política. Es una forma histórica de relacionar territorios e instituciones. Es una práctica y una forma de hacer. Es una manera de entenderse y de presentarse como entidad política y como colectivo. Es una forma de ordenar los espacios de poder al interior y una forma de relacionarse al exterior en contextos de monarquías compuestas tradicionales o de Estados complejos actuales. Es una forma de imaginarse y así recrearse y reconstruirse. Es un relato que conlleva una aspiración. Es todo ello a un tiempo.
No conviene romantizar el pactismo histórico como una forma de democracia, de participación o de soberanía ‘avant la lettre’. Pero sí cabe relacionar algunos de los elementos que hoy asociamos a estos conceptos con los hilos que, a través de las continuidades y discontinuidades del tiempo, nos enlazan con tradiciones y experiencias de siglos pasados. Hay que evitar la tentación de los paralelismos que ignoran que las mentalidades no cruzan los siglos sin transformarse radicalmente y hacerse intraducibles. Si no actuamos con rigurosa prudencia, las conclusiones terminan siendo arbitrarias.
Pero tampoco debemos caer en el riesgo de signo inverso, que considera el pactismo como un mito inventado para mirarnos hacia atrás y justificar pretensiones de diferencia o privilegio. La idea de que el pacto existía y tenía consecuencias efectivas y prácticas, encuentra sobrados fundamentos explícitos e inequívocos en los textos y en la práctica de cada época. Esta visión era común y resultaba natural al menos, que conste documentalmente, desde mediados del siglo XV. Desde entonces estas prácticas pactistas marcan la identidad política -o, si usted lo prefiere, la naturaleza constitucional- de nuestro país.
La idea del pactismo fue relacionándose a través de los siglos con distintas corrientes de pensamiento y se adaptó a diferentes necesidades según el momento. Nuestra identificación como país foral, con carácter político propio y con voluntad de participación diferenciada pero leal en otros espacios más amplios (Estado y Unión Europea), se explica porque se nutre de esas fuentes.
Creo que las más frutíferas ideas para la articulación de nuestro país hacia dentro y hacia fuera vienen del conocimiento de esas tradiciones para, como en todo proceso creativo, inspirarse en lo recibido para repensar el presente e innovar el futuro.
Esta tradición nos enseña cosas válidas seguramente para los retos de esta nueva legislatura. Nos enseña a huir de las dicotomías excluyentes. Nos muestra que en la complejidad de lo compuesto y lo diverso, en equilibrios siempre dinámicos y perfectibles, nunca definitivos, está lo mejor de la política. Nos anima a huir del mito de una supuesta soberanía terminada y redonda, que en nuestra práctica nunca fue un atributo homogéneo predicable de un solo ámbito.
La idealización del mito de la soberanía, radique su sede allá donde queramos ubicarla o imaginarla, no nos ayuda. El pactismo nos aporta, en cambio, fuentes político-culturales de las que podemos beber quienes procedemos de tradiciones políticas y sentimientos de pertenencia diferentes, en busca de acuerdos vivos y flexibles. El pactismo, además ser de un área de conocimiento histórico, nos permite preguntarnos por nuestro presente e incluso imaginar futuros con ambición creativa. Pienso que otros mitos de orden jacobino o estatalista, de naturaleza lineal y binaria, unilateral y absoluta, siempre de suma cero, nos resultan quizá menos útiles.
En la Casa de Juntas de Gernika se celebra el próximo lunes y martes un curso de verano sobre pactismo. La coincidencia en el tiempo y el lugar no podía haber sido más oportuna.
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