¿Se trata de ganar las elecciones o de gobernar durante cuatro años? Si no se identifica de forma correcta el problema, las soluciones no pueden definirse bien
Artículo publicado en El Correo (12/07/2024)
Una difícil toma de decisión, como por ejemplo la de elegir a un candidato para unas elecciones, puede hacerse desde la temeridad o desde la valentía. En el primer caso, se ha tomado la decisión sin miedo y sin un suficiente análisis de los riesgos. ¿Es de valientes o de temerarios proponer a Biden como candidato a la presidencia de Estados Unidos? Grandes teóricos han analizado a lo largo de décadas las etapas para una correcta toma de decisiones. Sin embargo, en la mayoría de los casos, se olvidan de incluir la complejidad del ser humano como un factor a considerar. ¿Qué análisis racional resiste que un expresidente, declarado culpable de 34 cargos en un juicio penal, sea un serio aspirante a ser reelegido? Es probable que nos falten variables en el análisis, también cuando hablamos de Biden.
Desde la teoría, suele hablarse de un mínimo de cuatro etapas para la toma de decisión: recopilación de datos, identificación del problema, alternativas de solución y finalmente, selección y aplicación de la alternativa elegida. Las tres primeras parecen relativamente claras en este caso. Sin embargo, en el mundo de la política hay una variable clave, difícil de ponderar en su justa medida: la emocional. Intentemos desarrollar de manera sencilla cada punto.
Si nos vamos a los datos, hay tres que resultan cruciales. Por un lado, que Biden llegaría a la presidencia con 82 años y saldría con 86. Por otro, que la esperanza de vida de los hombres estadounidenses es hoy de 75 años. Y por último, que la probabilidad de que el problema mental de Biden se agrave o de que incluso fallezca durante el mandato es altísima. A todo ello hay que añadir que queda poco más de un mes para tomar la decisión (la Convención demócrata se celebrará entre el 19 y el 22 agosto y las elecciones son el 5 noviembre).
Hasta aquí, los datos son incuestionables. Pero ahora empiezan las dificultados, incluso en la definición del problema, ya que a priori diríamos que es: ¿es Biden la mejor alternativa? Claro, pero la mejor alternativa para quién, ¿para el conjunto de su partido, para una parte de él, para el país? ¿Hablamos de ganar las elecciones o de gobernar cuatro años? Y es aquí donde empiezan los problemas porque probablemente las visiones son diferentes y cada uno daría respuestas diferentes al ¿qué se está buscando?
El problema no está bien definido. Einstein decía que, si tuviese una hora para resolver un problema, gastaría los primeros 55 minutos en determinar la pregunta apropiada, y cinco minutos a resolverla. Y creo que no le faltaba razón. No es lo mismo estudiar las mejores alternativas si el problema es ganar las elecciones -algo que ‘in extremis’ quizás Biden pudiese lograr mejor que otros candidatos tardíos- que si el problema es gobernar el país los próximos cuatro años -lo que no parece que Biden pueda hacer mejor que otros candidatos dada su edad y situación mental-. Las alternativas son variadas: Michelle Obama parece que ganaría de calle, pero no quiere. Kamala Harris, la vicepresidenta, es el relevo natural, pero los donantes no la aprecian y sin dinero, no hay campaña. Otros candidatos como la gobernadora de Michigan (Gretchen Whitner) o el de California (Gavin Newsom) no parecen tan populares como para hacer frente a Trump. Pero como no está claro el problema, tampoco la solución.
Quizás porque falta una importante variable en la ecuación: analizar las emociones del electorado. Análisis que, como es muy difícil de predecir, en ocasiones ni lo incluimos y la realidad es que en política esto es aún más crítico que en otros entornos. Como ejemplo, basta decir que jamás un partido político fue capaz de generar un sentimiento de unidad nacional más grande que el gol de Iniesta en Sudáfrica. La gestión de emociones es fundamental en unas elecciones. Y Donald Trump lo sabe.
Estamos llenos de prejuicios y sesgos. Por ejemplo, el ancla (tras una afirmación, toda la discusión parte desde ese punto), o el sesgo de la confirmación (el ‘ves, te lo dije’, que busca ratificar el ancla). Otro sesgo muy presente en la política es el del halo, que nos hace relacionar dos conceptos que en realidad no tienen por qué ir unidos, por ejemplo, que una persona con belleza es inteligente o feliz. Y el que más me gusta de todos es el sesgo del punto ciego, es decir, ‘yo no tengo sesgos, el resto sí’.
Desconozco si Biden se retirará o no en el último momento, pero lo que no debemos olvidar es que, lo haga o no, la situación es mucho más compleja de lo que parece. No son tontos estos yanquis, lo que ocurre es que los intereses son muy variados. Si el problema no está bien identificado, las soluciones no pueden definirse de manera adecuada, ¿Se trata de ganar las elecciones o de gobernar cuatro años el país?
Leave a Reply