Artículo publicado en Deia (14/07/2024)
Hoy se disputa la final de la Eurocopa. Entre que llevo unos días fuera y que en general no presto mucha atención al fútbol, no estoy siguiendo el asunto con especial entusiasmo. Quizá no vea yo, de media, más de dos o tres partidos de fútbol al año, pero esta final, si tengo la oportunidad y no se cruza nada, muy probablemente la seguiré.
La veré con simpatía por la selección española. No alegaré que me mueve únicamente el interés por los jugadores vascos que en ella participen, cuando cuento con poderosas razones de cercanía afectiva, mucho más intensa en el caso de España que en el de Inglaterra, país con el que me une bastante menos. No comparto la idea de que el nacionalista vasco, como activo partícipe de un pensamiento y de una acción políticos que defiende y promueve la existencia de un país con identidad diferenciada y aspiraciones internas y externas acordes, deba medir su consistencia por el nivel de aspavientos ante lo español.
Canta Amaia en su delicada jotica que Hay un parque en mi Pamplona / Que yo quiero recordar / En el parque Yamaguchi / Yo me debí quedar. Y ahí verán el partido muchos pamplonicas como plan de fin de sanfermines. Otros muchos lo harán en otros lugares de nuestra geografía, donde querrán compartir su pasión y, en su caso, alegría o decepción. Les deseo lo mejor.
En el deporte, parece que uno debe identificarse con un equipo para seguir el asunto con pasión. En relación con los conflictos internacionales, sin embargo, suele resultar más recomendable evitar esa identificación, precisamente por lo mismo, porque nos conduce a una pasión pro y anti que no ayuda mucho.
En las semanas posteriores a la invasión rusa de Ucrania, escribí aquí que mi posición radicalmente enfrentada a la agresión y sus crímenes, lejos de hacerme sentirme antirruso, me podía permitir declararme de alguna manera prorruso, en el sentido de que le deseo sinceramente lo mejor: que puedan vivir en paz consigo mismos y con sus vecinos, que tengan una democracia real con libertades para todos y buenas dosis de igualdad, de libertades para las minorías y de equidad social, libertad de prensa y de opinión, que encuentren la forma de participar constructivamente en el mundo, con honor y un sano orgullo colectivo para convivir con sus vecinos en paz, amistad y prosperidad.
Lo mismo se lo deseo a Ucrania. Lo mismo se lo deseo a Israel, que sea capaz un día de vivir en una democracia con libertades, igualdad y derechos para todos y en paz y seguridad con sus vecinos. Lo mismo se lo deseo, obviamente, a Palestina.
Todavía en las semanas posteriores a la agresión rusa contra Ucrania dijimos que “en esta columna estamos en contra de la cancelación de la cultura rusa y sus artistas libres”. Lo mismo, en buena lógica, me cabe decir de la cultura y los artistas israelíes.
Los conflictos internacionales, en conclusión, no requieren de nosotros la pasión del forofo, sino la cercanía del humanismo universalista. Lo cual no debe confundirse con una neutralidad aséptica o indiferente. Todo lo contrario, requiere apostar firme y activamente por valores y principios. Significa, sobre todo, rechazar cualquier tipo de crueldad y evitar cualquier distancia ante el sufrimiento humano. Por eso se puede ver, por ejemplo, con simpatía el progreso de los procedimientos de la justicia internacional tanto en relación con los crímenes rusos como con los israelíes.
En la final de la Eurocopa de esta noche, solo puede quedar uno: es la lógica del deporte. En el deporte la cercanía afectiva determina nuestras simpatías, si bien en la política es necesario emplear criterios más objetivos y universalizables para posicionarnos en cada momento. En el mundo real nos sobran etiquetas excluyentes. Para ser verdaderamente internacionalista, los principios deben ser muy firmes, más grandes que las banderas y las camisetas.
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