Líderes y genios. La generosidad engrandeció a Audrey Hepburn
Artículo publicado en Expansión (24/07/2024)
Audrey Hepburn tenía algo mágico, algo que cautiva más allá de sus películas, de su estilo chic y del diseño de su vestuario. Quizá el encanto que se torna en embrujo radica en que nunca se creyó especial. Según la escritora Cristina Morató en su libro Divas Rebeldes (Plaza & Janés), “Audrey Hepburn, la actriz más idealizada de la época dorada de Hollywood, fue una joven insegura y acomplejada con su físico que nunca se sintió un icono.”
La propia Hepburn menciona la agonía por la que pasaba antes de hacer cualquier cosa, con el esfuerzo como compañero inseparable de viaje. “Me pidieron que actuara, cuando no podía cantar, y que bailara con Fred Astaire cuando no podía bailar; y que hiciera toda clase de cosas para las que no estaba preparada. Todo lo conseguí trabajando arduo y enfrentándome a mis miedos”. ¿Sentía Audrey ese síndrome del impostor del que tanto se está escribiendo y del que han hablado y compartido personas como la directora de Operaciones de Facebook, Sheryl Sandberg, Paco de Lucía, Meryl Streep, Natalie Portman, David Bowie, Emma Watson, Lady Gaga o Michelle Obama? Parece que sí, a pesar de que su vida es una historia de elegancia mucho más allá de la moda. De éxito en blanco y negro.
Nacida el 4 de mayo de 1929 en Bruselas, fue descendiente de una familia de la aristocracia holandesa, los Van Heemstra. Su padre fue un banquero, su madre, una noble anglo-neerlandesa y su abuelo estuvo muy ligado a la corte. Los sueños de una niña de diez años pronto se desvanecieron con el estallido de la Segunda Guerra Mundial; su infancia terminó marcándola para siempre. Uno de sus hermanos fue llevado a un campo de concentración; el otro se perdió en los ataques de la resistencia. Su primo y su tío
fueron fusilados.
La búsqueda de la felicidad
Como la mayoría de los niños de la época y de la zona, sufrió un periodo de severa malnutrición. Este capítulo amargo de su vida le dejó huella en su carácter, en lamirada melancólica, además de una anemia y algunas complicaciones respiratorias que acarreó el resto de su vida.
Para protegerse de la guerra se trasladó con su madre al pueblo neerlandés de Arhem, donde acudió al conservatorio para estudiar piano y ballet clásico, que compaginaba con su formación escolar.
Audrey estuvo del lado de la resistencia y la apoyó actuando en espectáculos de danza para recaudar fondos e hizo de mensajera en varias ocasiones. Recibió alimentos y ayuda médica por parte de la UNRA, lo que más tarde sería Unicef. Aquel capítulo quedó grabado a fuego en su memoria y sentó las bases de su verdadera empatía, de su solidaridad, de su compromiso y de su gratitud. “La guerra me convirtió en una persona fuerte y terriblemente agradecida por lo bueno que vino después”.
Comenzó interpretando pequeños papeles hasta que el éxito llegó, pero no lo hizo en forma de brillo cegador, quizás porque la actriz estaba centrada en la búsqueda constante y decidida de la esquiva felicidad en su vida personal. Y lo que marcaría su vida de manera honda fue su solidaridad. Su último acto fue dar voz a los más necesitados, más allá de un sentido tributo a la ayuda que recibió ella misma de niña como víctima de la Segunda Guerra Mundial. Fue nombrada Embajadora de Buena Voluntad por Unicef y visitó las zonas más devastadas del planeta. Las misiones le enfrentaron a una realidad para la que confesó no estar preparada. Y su generosidad la llevó a dar más allá de sus fuerzas.
El poder de hacer el bien
Mucho hay de lo que aprender con respecto a la generosidad a todos los niveles y el profesional no se hace a un lado en cuanto a este asunto se refiere. Si damos un salto a la historia de pensadores, nos encontramos casi de bruces que alrededor del año 350 a.C., Aristóteles plasmó sus ideas sobre la
generosidad en Ética a Nicómaco, sosteniendo que la generosidad involucra brindar y compartir de manera adecuada y proporcionada. Afirmaba que la generosidad no sólo beneficiaba a la comunidad, sino que también repercutía positivamente en la persona altruista. Creía Aristóteles que este atributo desempeña un papel fundamental en el cultivo de la virtud y en el desarrollo de un carácter más bondadoso, lo que, a su vez, resulta esencial para alcanzar la felicidad.
La actriz resumía muy bien lo que decía Aristóteles. “Con el tiempo, descubrirás que tienes dos manos: una para ayudarte a ti misma y otra para ayudar a los demás”. Un aura que traspasa las pantallas, nos invita a soñar en sus películas y a reflexionar en la vida real. Revelaba que leer el diario de Ana Frank, aquella niña que con 13 años escribía en la oscuridad del miedo, le rompió el corazón: “Nunca he vuelto a ser la misma”. Frank soñaba con ser actriz y la actriz jamás pudo hacer de Frank cuando le pidieron interpretar el papel sintiéndola “hermana de alma”.
El legado de Audrey Hepburn es el de una mujer excepcionalmente generosa, con otra forma de entender incluso la fama. Y el de Ana Frank quizás puede resumirse en una frase, la suya propia: “No veo la miseria que hay, sino la belleza que aún queda”.
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