La clave del futuro de los demócratas en las elecciones dependerá de su capacidad para trasladar el foco de atención a asuntos de política nacional.
Artículo publicado en Canarias 7 (25/07/2024)
Forma parte de la naturaleza de la democracia una interminable discusión acerca de cuál es su naturaleza. Pocos conceptos son tan controvertidos como el de democracia. Comparte esa propiedad con otros conceptos a causa de su complejidad, su inevitable dimensión valorativa y su evolución a lo largo de la historia. Debido a su naturaleza polémica, es ilusoria la esperanza de que se llegue un día a una clarificación y un acuerdo definitivos acerca de su significado. Este carácter controvertido rige también para su medición: no dejará de ser polémico qué hemos de considerar como más democrático y cuáles serían los criterios para medir la democraticidad de un sistema político. Podemos defender diversas estrategias para mejorar la democracia, pero no llegaremos nunca a consensuar absolutamente qué es lo más democrático o cuáles son los parámetros para medirla. Unos dirán que el núcleo de la democracia es la soberanía popular, otros que la división de poderes, habrá quien subraye las libertades y derechos individuales, mientras que otros pondrán el acento en nuestros deberes respecto de lo común.
Esta discusión se ha vuelto hoy especialmente confusa porque incluso sus más declarados enemigos hablan en su nombre. No hay complot contra la democracia que no se promueva para conseguir una verdadera democracia. Si tuviera lugar en algún momento algo que pudiéramos calificar como el verdadero final de la democracia, podemos estar seguros de que habría quienes lo celebrarían como su auténtica culminación.
La distinción entre la democracia y su contrario ha dejado de ser operativa desde el momento en que todo el mundo apela a ella, incluidos quienes, según nuestra concepción, estarían intentando destruirla. Para bien o para mal, como muestra de su éxito o generando confusión, la actual discusión política ‘acerca’ de la democracia tiene lugar ‘dentro’ de la democracia. Las dos grandes utopías del siglo XX (el fascismo y el comunismo) viven ahora dentro de la democracia como espectros que se agitan para espantar al electorado propio y denigrar al adversario como agente de las peores intenciones antidemocráticas. Los actuales populismos de derechas se distinguen del fascismo clásico porque su retórica está llena de apelaciones a la democracia, de modo similar a como el populismo de izquierda no defiende la dictadura del proletariado sino una democracia más real que surgiría de la superación del capitalismo.
Piense uno lo que quiera de cada una de estas proclamas, pero la apelación casi universal a la democracia nos habla tanto de su éxito como de su banalización. Que la distinción entre demócratas y no demócratas se verifique hoy en el interior de la democracia es un problema y, al mismo tiempo, una consecuencia de la victoria sobre sus alternativas. La democracia ya no se puede imaginar un otro totalitario como ocurría en tiempos de la rivalidad sistémica; ya no se estabiliza en virtud de su contraposición a una alternativa por la sencilla razón de que no la hay. Vivimos hoy un periodo de enigmática inestabilidad democrática como consecuencia de su éxito.
Combatir en este contexto a los enemigos de la democracia se ha convertido en una actividad tan necesaria como sutil y llena de paradojas. La narrativa de una conspiración contra la democracia puede convertirse en una nueva teoría de la conspiración, que sirva para la justa batalla política contra sus enemigos, pero también para excluir a quienes tienen la legítima aspiración de disputarnos el poder. La democracia implica una igualdad en cuanto a la legitimidad de intervenir en las decisiones públicas, pero la acusación de querer acabar con la democracia es un arma de exclusión demasiado poderosa, como lo es la tentación de justificar la exclusión del discrepante en nombre de la democracia.
En una democracia debemos permitir no solo ideas diferentes sino también concepciones opuestas de lo que debe considerarse como democrático hasta un extremo que puede resultarnos difícil de aceptar. La frontera de lo que consideramos intolerable es más borrosa y está más alejada de lo que solemos afirmar.
En cualquier caso, no es muy democrático presentar la propia posición ideológica como equivalente a la democracia y la del adversario como antidemocrática, aunque pueda ser útil para la competición electoral. Si hacemos caso a lo que nos dicen, en cada elección no se decide quién dirige el gobierno sino la supervivencia de la democracia. Pocas veces eso es así, hay más matices en juego, desvía la atención de otros problemas y, sobre todo, esa mentalidad conduce a la desinstitucionalización de la política. El problema fundamental de la democracia no es tanto el representado por sus enemigos sino el hecho de que la hayamos diseñado de tal modo que, según nos dicen, esté permanentemente en trance de desaparecer.
Es propio de la madurez cívica distinguir lo importante de lo fingido, lo que está realmente en juego y su retórica pomposa. Quien lo sabe, es consciente de que hay ciertamente no pocos enemigos de la democracia, pero también de que esa acusación forma parte de un juego político hiperdramatizado. Cuando hay una discrepancia tan evidente entre la gravedad de la alarma y la mediocridad de nuestras propuestas no deberíamos extrañarnos de que esa advertencia no sea tomada demasiado en serio e interpretada como una mera maniobra de campaña.
La retórica política usa y abusa de la confrontación entre nosotros los demócratas y quienes no lo son, una apelación que moviliza y cosecha éxitos parciales pero que conduce a una concepción de la democracia que consistiría en imposibilitar el acceso de otros, lo que a su vez hace plausibles las razones democráticas de los excluidos; se les confiere así el atractivo de lo prohibido, de lo incorrecto, de lo nunca ensayado. ¿Cuánto tiempo vamos a estar reduciendo la política a impedir que gobiernen otros? ¿Basta con impedir que ganen las elecciones para que se resuelvan los graves problemas que se seguirían si se hicieran con el poder? ¿Acaso no hay algún problema irresuelto (diferente del que ocasionaría la toma del poder de los antidemócratas) que explicaría el surgimiento de de esa mortal amenaza?
Por supuesto que hay quienes constituyen una auténtica amenaza para la democracia, pero deberíamos recibir con un cierto escepticismo a quienes se proclaman defensores de la democracia y señalan a sus enemigos. ¿De qué democracia se trata? ¿Quién administra la certificación de democraticidad? ¿Acaso no confundimos con demasiada frecuencia la democracia con la versión que de ella tenemos? El pluralismo de una sociedad democrática se traduce en un pluralismo en la manera de concebirla, de diagnósticos acerca de su crisis y propuestas para mejorarla.
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