Artículo publicado en Deia (18/08/2024)
Cada alimento tiene su temporada. Sasoian sasoikoa, reza un cartel que tenemos en la pared de la cocina y nos recuerda que ahora tocan tomates, pepinos calabacines, melocotones y ciruelas.
Hay ideas, sin embargo, que es mejor rumiar fuera temporada. Cuando inicie el curso resultará ya muy difícil que nos demos unos a otros la oportunidad de escucharnos sobre ciertas cosas sin atribuirnos intenciones espurias apegadas a la polémica de cada momento. Sobre el caso de la mujer del presidente Sánchez, por ejemplo, muchas veces no escuchamos a este o aquel comentarista posicionarse sobre las complejas derivadas institucionales, judiciales o mediáticas del asunto, sino que querremos identificar rápido desde qué trinchera habla para decidir si vamos a dar por buena toda su mercancía, por más averiada que estuviera, o a rechazarla de plano, por mucho que aportara elementos sensatos. Así el enemigo no nos cuela ni una, nos decimos satisfechos. Pero pensando desde la bandería nos hacemos flaco favor. Centrados en juzgar nos negamos a escuchar con atención, intentando entender y aprender. Así nos convertimos en los más manipulables del lugar.
Hace años se puso de moda aquello de Think outside the box, quizá ahora debiéramos defender algo así como Think outside the season. Cuando en unos meses un caso salte a la prensa, sea referente a cualquier institución y afecte a tal o cual partido, ¿qué diremos sobre la presunción de inocencia?, ¿qué sobre el papel de los medios?, ¿qué sobre el de las redes sociales?, ¿qué de las atribuciones y objetivos de las comisiones parlamentarias de investigación? Ese día quizá nos presentemos como los campeones del respeto a la intimidad del personaje o, por el contrario, como abanderados de los intereses generales que deben primar sobre esas garantías individuales. De poco valdrá entonces lo uno o lo otro si nuestra posición no está definida por los principios en los que diremos creer, sino por las filias y fobias que sentimos por el personaje implicado.
Creo preferible, así de entrada, sea cual sea el caso y afecte al partido o a la institución que fuere, equivocarnos por menos que por más. Mejor pecar por extremar la presunción de inocencia que por correr, cual Calvino tras Castellio, a alimentar piras purificadoras.
Cuanto más lejos nos encontremos ideológica, afectiva o estéticamente de un personaje, más dispuestos estaremos a creer las cosas más peregrinas en su contra. Por eso cuanto peor me caiga el interesado, menos por seguro debo dar que ha actuado de mala fe o cometido una irregularidad y mayor prudencia debo aplicar a mis comentarios.
La información política actúa en ocasiones como prensa rosa. Nos habla más de las personalidades que de los retos, los dilemas, los planes, los resultados y los datos. Cuanto más amarillismo, más nos alejamos de lo importante. El morbo de un caso y la pegajosa moralina asociada nos aleja, paradójicamente, del cumplimento de la ley, de la ejemplaridad institucional y de la verdadera rendición de cuentas.
No significa todo esto que los escándalos y las irregularidades no sean importantes. Hasta tal punto lo son que conviene no reaccionar a golpe de calentura y desde luego no constituirse en comités de salud pública con la intención de no dejar caso, sea o no real, sin inmediato castigo político y social.
Se atribuye a un poeta francés aquello de que la gente inteligente habla de ideas, la gente común habla de cosas y la gente mediocre habla de gente. Quizá, como toda frase genérica, tiene tanto de cierto como de falso e injusto. Pero aplicado a nuestra política, sí podría suceder en ocasiones que cuanta más prensa amarillista, cuantos más espacios hablando de los políticos con nombre propio y datos personales, cuanto más sabemos de sus vidas privadas, cuanta más red social excitando nuestra indignación, cuantos más grupos de WhatsApp replicando pretendidas escandalosas exclusivas con nombre y apellido, peor cultura política construimos.
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