Los modelos aplicados en las dos últimas décadas no han sido acertados.
Artículo publicado en El Correo (07/09/2024).
El 4 de mayo de 2006 publicaba este diario una entrevista firmada por María José Carrero en la que yo afirmaba que «si no se interviene con inteligencia podemos tener brotes de racismo en diez años». Han pasado dieciséis años y el crecimiento de la ultraderecha populista en el seno de la Unión Europea es una realidad. Todos los estados miembros han visto crecer estas fuerzas, que han llegado al poder bien en coalición con partidos conservadores o directamente, caso de Giorgia Meloni. En España, en la que nos creíamos a salvo sin duda influidos por el terrible lastre del franquismo, en 2013 se presentó Vox y tras esta formación han aparecido otras, incluso en el seno de nacionalismos periféricos, como Alianza Catalana.
¿Qué ha ocurrido? La UE, Premio Nobel de la Paz 2012 precisamente por contribuir a la reconciliación, la democracia y los derechos humanos, ¿se ha hecho de la noche a la mañana fascista? Hay quien desde posturas inflamadas de ideología pero carentes de realidad así lo cree. Un análisis riguroso exige estudiar los motivos que están alentando estos discursos populistas-xenófobos entre nosotros. Observaremos que los factores desencadenantes son múltiples: contexto económico, crisis de las instituciones, natalidad bajo mínimos, sociedad del descontento y un aumento (más perceptivo que real) de la inmigración irregular hacia el Viejo Continente. Creo que se trata más de una manifestación de cólera, de una expresión de descontento social que, desorientado y sin alternativas, termina en forma de voto hacia estos movimientos.
La cuestión migratoria es tan solo una en este coctel complejo, pero tiene su peso a la hora de explicar estas tendencias. Los movimientos populistas o neofascistas han detectado perfectamente ese volumen de voto descontento, pero el resto de fuerzas (no pensemos que nos libra lo ocurrido en Brandenburgo con la victoria de SPD) no están sabiendo actuar con la inteligencia que cabe presuponerles para detectar y dar respuesta a esa insatisfacción que se ha generado en ciertos colectivos. Y es que durante más de dos décadas, nos hemos dedicado a hablar de inmigración sin hablar con los inmigrantes, pero tampoco con los vecinos, con los servicios sociales, con los sanitarios, con la Policía, con…
Hemos dedicado más de dos décadas a establecer planes de acogida, de educación intercultural y anti-rumores, que están muy bien y son necesarios, pero no hemos explicado claramente que el encuentro intercultural se realiza fundamentalmente en el contrato ciudadano, en el lugar común de la convivencia, como dice un gran defensor de este enfoque ‘ciudadanista’ como es Carlos Giménez Romero (Universidad Autónoma de Madrid). Un espacio sustentado por un complejo equilibrio de derechos y obligaciones. Un lugar común en el que caben el respeto intercultural y el acercamiento, que consigue la gran mayoría de personas migradas, pero en el que no cabe ni prácticas contrarias a nuestro Derecho, ni ataques a la igualdad de género, ni retrocesos respecto a la diversidad sexual; cuestiones que plantea tan solo una minoría, pero extraordinariamente dañina.
No, no hemos acertado tras dos décadas de políticas de integración que han tenido como modelos las ‘banlieues’ de la periferia de París o el de Molenbeek, en Bruselas. Olvidamos que unida a la inmigración hemos de reconocer un factor determinante: la pobreza. Y la hemos edulcorado, no la hemos presentado como lo que es: una gran tragedia, a la que están asociados problemas como la vulnerabilidad social, la marginalidad, los consumos o la despacificación de la vida social. Todos ellos, elementos que están detrás del rechazo a ciertos colectivos migrados, solo por la actuación en el espacio público de una mínima parte de sus miembros y que generan esa «aporofobia», rechazo al pobre descrito por Adela Cortina y que el populismo está aprovechando como sustrato fértil en el que crecer, sin que logremos desactivarlo.
Si los estados miembros de la UE siguen actuando de forma individual, como hemos comprobado recientemente con los controles fronterizos en el espacio Schengen o con la gestión migratoria unilateral de Italia, buscando una salida a su particular situación, nos alejamos de una real Unión Europea. Si las políticas de integración de poblaciones migradas reproducen los modelos de las últimas décadas, más basados en un ‘laissez fair’ que en un diálogo franco con los/as recién llegados/as sobre nuestro concepto de ciudadanía, si no se invierte en migración regular y en desarrollo en origen, estaremos abocados varias décadas más a persistir en el error. Y el monstruo seguirá creciendo.
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